Fernando Aínsa |
Mamá sentada en el sofá
con un vaso de whisky en la mano
Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a
mi madre
Ángel González, “Primera evocación”
En el sofá
—bajo el
gran espejo comprado al borde de una carretera,
ante la
granja desahuciada
aquella
tarde gris de nuestro deambular dominical por la provincia—
se sienta mamá todas las tardes.
Espera que volvamos de trabajar con un vaso de
whisky en la mano.
Las piernas cubiertas con una manta,
dice que hace frío en nuestra casa.
Se queja que nuestra calefacción es antigua,
funciona mal
y la bajamos por ahorrar.
Mamá viene del Sur
—donde hay
pinos y sol—
a visitarnos dos veces al año,
cada vez más cansada y más ausente.
Hace un
esfuerzo al que llama “deber”
cuando baja
del tren con un maletín como todo equipaje.
En casa, mira por la ventana cómo llueve sin parar,
aunque parece distraída,
tal vez piensa en otra cosa.
“Así es nuestra ciudad, fría y lluviosa.
¡Qué le
vamos a hacer!”,
le digo al
regresar por las tardes.
Mi rostro
reflejado sin querer en el espejo,
me siento a su lado e intento escucharla,
Promediado el vaso de whisky,
—según ella,
prescrito por el médico para regular su tensión y el corazón agitado—
hilvana recuerdos, muchas veces los mismos:
aquel rencor no superado contra mi padre,
mi infancia,
cuando era inocente y tenía bucles dorados,
mi vida
actual alienada por el trabajo
y la
cantinela “te alimentas mal, demasiada carne y poca fruta”.
No falta el recuerdo reiterado de su hermano
—mi tío
Alfonso ejecutado en la guerra civil —
y la llama temblorosa con que ilumina su foto en
uniforme republicano
sobre una vieja cómoda en la casa del Sur.
La voz de mamá se aleja y se pierde en la confusión
y la niebla
de un pasado
deshilvanado.
(Yo también
estoy ausente y pienso en otra cosa)
En los pequeños sorbos de su vaso retoma el aliento
y siento cómo los años se amontonan en desorden.
La recuerdo hermosa y enérgica,
cambiaba los muebles de lugar en noches de
insomnio,
iluminaba la casa de madrugada para una fiesta sin
sentido.
Así era mamá,
buena
cocinera, capaz de zurcir un calcetín en la dura posguerra,
de lavarle
el pelo a mi padre, sentado satisfecho al sol en la terraza,
la espuma
jabonosa en una vieja palangana.
Macetas con hierbas aromáticas regadas con cuidado
y un canario
trinando sin
parar en la ventana.
En las horas de ocio, que no eran muchas, tejía
bufandas y chalecos
para toda la familia.
Así era
mamá,
antes del
estallido familiar y la partida sin reconciliación,
como esa
guerra que nos dividió sin otro consuelo que la memoria.
Cuando mamá baja del tren con su maletín de cuero
(muchos
medicamentos encierra)
o cuando se sienta en el sofá con un whisky en la
mano,
es otra.
Su mundo se
reduce a medida que el frío le sube por las piernas.
Algún día me
pasará lo mismo
—me decía,
ya entonces—
cuando ella no venga más a vernos, tal como la
recuerdo ahora
—treinta
años más tarde—
lejos de aquel sofá y su mirada,
pero ante el mismo espejo donde solo veo reflejado
—no sé por
qué—
un granjero
desahuciado y su hija pequeña, al borde de una carretera de provincia,
vendiendo sus muebles, una desvencijada bicicleta
y este
espejo,
ahora
incapaz de reflejar el duro presente que nos acongoja.
Ver pasar autos sentados en la acera
Hemos estado mirando
coches últimamente
Raymond Carver
Los tres amigos de antaño
—Alvaro,
Eduardo y Fernando—
sentados en la acera de la rambla
adivinan las marcas, años y modelos de los autos
que pasan.
Gana el que
acierta primero
—Studebaker del 54, Austin Seven
del 52, Packard del 48
o el
magnífico descapotable Chevrolet Belair amarillo…—
y lo anotan
con palotes en un cuaderno que agita el viento
como si
fuera la pizarra del billar del bar Bambi donde se refugian
cuando
llueve.
Detrás,
la rambla y la playa otoñal, donde vaga un perro
abandonado
y un
paseante solitario.
Escenografía
que la memoria reconstruye, tiñendo de color verde esmeralda aquellas olas
grises.
Privilegio
del tiempo que ha pasado desde entonces:
embellecer
las cosas.
Sentados en la acera,
ríen cuando uno se equivoca
(el error
ajeno causa siempre gracia)
con esa alegría que tenían los adolescentes en
aquellos años.
Son amigos desde hace tiempo y lo serán para
siempre,
aunque
la distancia y la muerte los haya separado.
Desde lejos atisban los diseños y lanzan su
apuesta,
(suele ganar
Alvaro, aficionado a los motores,
pero siguen
jugando).
Lo que
importa es estar juntos, mientras cae la tarde
y hace cada
vez más difícil adivinar en la sombra
la marca del
auto que ha pasado raudo a su lado.
Desde
aquellos años,
—fines de los cincuenta, Bill
Halley y sus Cometas—
lejos de
aquella rambla y aún más lejos de aquel tiempo,
conservo el
gusto de adivinar años y modelos.
Lo hago
sentado en un banco de la plaza de la ciudad donde vivo.
Pero ya no
es un juego entre amigos:
Apenas el obsesivo solitario de un viejo que cree
reconocer en el Opel Insignia del 2012 al Opel Kapitan de 1956; en el Citroen
C2, el clásico dos caballos de extenso recorrido en el calendario y en el nuevo
Ford Fiesta, al Ford A con el que la clase media descubrió la sociedad de
consumo.
Fernando
—desde la plaza San Francisco—
apuesta ahora contra sí mismo para decirse que siempre
gana,
aunque sea
lo contrario.
La casa de aquella infancia
De aquella casa en la que viviera una feliz
infancia,
vecina al Parque del Prado y su descuidada
rosaleda,
guardaba el rencor que siguió al desahucio:
los muebles,
la ropa, los libros, los trastos en la calle,
la tenue
llovizna otoñal empeorando la escena para mejor grabarla en la memoria,
El Alguacil del juzgado ha levantado el acta de la
misión cumplida,
sellada la
puerta con lacre sobre el pasado.
En ese momento
—con sus catorce años recién cumplidos,
jura a su desconcertada madre,
venganza.
Viven luego en un cuarto piso sin ascensor no muy
lejos de aquella casa.
Una sola ventana abierta a un ruidoso patio
interior da respiro;
de allí el mayor empeño con que sigue estudiando
se inclina sobre textos que hace suyos mascando
tenaz las palabras.
Pasan, sin poderlo remediar, los años.
El padre desaparecido en la nebulosa de una quiebra
mal gestionada,
manda de tanto en tanto una modesta mesada y
promete volver,
eso sí,
sin
mayor entusiasmo.
La madre absorta en un melancólico silencio, hace
de la resignación triste consuelo.
Sigue sin entender lo que ha pasado.
Para alimentar aquel lejano rencor y evitar que el
tiempo lo atenúe,
—como suele hacer con tantas otras cosas que va
desgastando—
pasea los domingos con su madre y sus pasos
inevitables lo llevan al parque y a la esquina de la casa de su infancia.
La contemplan, ahora habitada, recién pintada de
verde claro, y se sientan en un banco a lo lejos, mascullando fragmentos de
recuerdos mal digeridos.
Buscan en sus muros alguna grieta, el resquicio
para recuperar lo perdido, una forma de volver hacia atrás.
Un día, ya funcionario de un juzgado, notificador
de testigos y sentencias, paseando frente a la casa de siempre,
ve a un niño asomado a la ventana del que fuera el
cuarto de su infancia.
Las miradas se cruzan.
Desconcertado,
cree adivinar en su perfil un extraño parecido con
el suyo y su pasado,
para decirse:
“Un joven de aquella edad mía,
un joven que no soy yo”-
Tal es la intensidad de ese intercambio que al cabo
de un instante,
fogonazo intenso de la memoria revivida,
está en la piel de aquel niño que pudo ser él,
—que tal vez
lo sea—
y todo ha sido un mal sueño,
“Como si un espejo velado por los años
—dijera
el poeta Alvaro Miranda[1]—
inesperado,
se revelara”.
Una pesadilla proyectada desde un turbio pasado
al presente del que nunca debiera haber salido.
Está ahora asomado a la ventana
—un
hombre lo observa desde la acera—
sus padres conversan en el patio,
sobre los restos de un asado recién hecho en la
barbacoa del fondo,
como se debe en un domingo asoleado.
El rencor y la sed de venganza
—si los hubo—
aparcados, lejos de esta bonanza recuperada después
de tanto tiempo.
La respira con alivio junto a su madre rejuvenecida
y a su padre que ha regresado,
esta vez para quedarse.
(de Capitulaciones del silencio y otros recuerdos, 2015)
Fernando AINSA, escritor y ensayista uruguayo de
origen aragonés. Reside actualmente
entre Zaragoza y Oliete (Teruel) consagrado
a la escritura y actividades editoriales y docentes. Autor de numerosos ensayos
sobre literatura y cultura de América Latina. El último es Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia (2012). Tiene
en prensa Ensayos, sobre el ensayo
como género.
En 2007 publicó su primer libro de poesía, Aprendizajes tardíos, seguido de Bodas de Oro (2011) y Clima húmedo (2012). Poder del buitre (Olifante), con prólogo
de Francisco Ferrer Lerín, ha sido elogiosamente recibido por la crítica.
Aínsa es Miembro Correspondiente de las Academias de Letras de Uruguay y
Venezuela y fue Director Literario de Ediciones Unesco (1991–1999).
Recientemente ha sido galardonado con el Premio Imán otorgado por la Asociación Aragonesa
de Escritores.
[1] Alvaro Miranda., del poema “En aquellos años de mi adolescencia”,
(Yo mismo soy un extraño aquí, Montevideo,
Ediciones del Mirador, 2005)