martes, 29 de septiembre de 2015

Fernando Aínsa:



Fernando Aínsa






















Mamá sentada en el sofá

con un vaso de whisky en la mano



Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre
Ángel González, “Primera evocación”


En el sofá
—bajo el gran espejo comprado al borde de una carretera,
ante la granja desahuciada
aquella tarde gris de nuestro deambular dominical por la provincia—
se sienta mamá todas las tardes.
Espera que volvamos de trabajar con un vaso de whisky en la mano.
Las piernas cubiertas con una manta,
dice que hace frío en nuestra casa.
Se queja que nuestra calefacción es antigua,
funciona mal y la bajamos por ahorrar.

Mamá viene del Sur
—donde hay pinos y sol—
a visitarnos dos veces al año,
cada vez más cansada y más ausente.
Hace un esfuerzo al que llama “deber”
cuando baja del tren con un maletín como todo equipaje.

En casa, mira por la ventana cómo llueve sin parar, aunque parece                        distraída,
tal vez piensa en otra cosa.
“Así es nuestra ciudad, fría y lluviosa.
¡Qué le vamos a hacer!”,
le digo al regresar por las tardes.
Mi  rostro reflejado sin querer en el espejo,
me siento a su lado e intento escucharla,



Promediado el vaso de whisky,
—según ella, prescrito por el médico para regular su tensión y el corazón agitado—
hilvana recuerdos, muchas veces los mismos:
aquel rencor no superado contra mi padre,
mi infancia, cuando era inocente y tenía bucles dorados,
mi vida actual alienada por el trabajo
y la cantinela “te alimentas mal, demasiada carne y poca fruta”.
No falta el recuerdo reiterado de su hermano
—mi tío Alfonso ejecutado en la guerra civil —
y la llama temblorosa con que ilumina su foto en uniforme     republicano
sobre una vieja cómoda en la casa del Sur.

La voz de mamá se aleja y se pierde en la confusión y la niebla
de un pasado deshilvanado.
(Yo también estoy ausente y pienso en otra cosa)
En los pequeños sorbos de su vaso retoma el aliento
y siento cómo los años se amontonan en desorden.

La recuerdo hermosa y enérgica,
cambiaba los muebles de lugar en noches de insomnio,
iluminaba la casa de madrugada para una fiesta sin sentido.
Así era mamá,
buena cocinera, capaz de zurcir un calcetín en la dura posguerra,
de lavarle el pelo a mi padre, sentado satisfecho al sol en la terraza,
la espuma jabonosa en una vieja palangana.
Macetas con hierbas aromáticas regadas con cuidado y un canario
trinando sin parar en la ventana.
En las horas de ocio, que no eran muchas, tejía bufandas y chalecos
para toda la familia.
Así era mamá,
antes del estallido familiar y la partida sin reconciliación,
como esa guerra que nos dividió sin otro consuelo que la memoria.

Cuando mamá baja del tren con su maletín de cuero
                        (muchos medicamentos encierra)
o cuando se sienta en el sofá con un whisky en la mano,
es otra.
Su mundo se reduce a medida que el frío le sube por las piernas.
Algún día me pasará lo mismo
—me decía, ya entonces—
cuando ella no venga más a vernos, tal como la recuerdo ahora
—treinta años más tarde—
lejos de aquel sofá y su mirada,
pero ante el mismo espejo donde solo veo reflejado
—no sé por qué—
un granjero desahuciado y su hija pequeña, al borde de una carretera de provincia, vendiendo sus muebles, una desvencijada bicicleta
y este espejo,
ahora incapaz de reflejar el duro presente que nos acongoja.


Ver pasar autos sentados en la acera


           
Hemos estado mirando coches últimamente
Raymond Carver

Los tres amigos de antaño
                        —Alvaro, Eduardo y Fernando—
sentados en la acera de la rambla
adivinan las marcas, años y modelos de los autos que pasan.
Gana el que acierta primero
              —Studebaker del 54, Austin Seven del 52, Packard del 48
o el magnífico descapotable Chevrolet Belair amarillo…—
y lo anotan con palotes en un cuaderno que agita el viento
como si fuera la pizarra del billar del bar Bambi donde se refugian
cuando llueve.

Detrás,
la rambla y la playa otoñal, donde vaga un perro abandonado
y un paseante solitario.
Escenografía que la memoria reconstruye, tiñendo de color verde esmeralda aquellas olas grises.
Privilegio del tiempo que ha pasado desde entonces:
embellecer las cosas.

Sentados en la acera,
ríen cuando uno se equivoca
(el error ajeno causa siempre gracia)
con esa alegría que tenían los adolescentes en aquellos años.
Son amigos desde hace tiempo y lo serán para siempre,
                        aunque la distancia y la muerte los haya separado.

Desde lejos atisban los diseños y lanzan su apuesta,
(suele ganar Alvaro, aficionado a los motores,
pero siguen jugando).
Lo que importa es estar juntos, mientras cae la tarde
y hace cada vez más difícil adivinar en la sombra
la marca del auto que ha pasado raudo a su lado.

Desde aquellos años,
              —fines de los cincuenta, Bill Halley y sus Cometas—
lejos de aquella rambla y aún más lejos de aquel tiempo,
conservo el gusto de adivinar años y modelos.

Lo hago sentado en un banco de la plaza de la ciudad donde vivo.
Pero ya no es un juego entre amigos:
Apenas el obsesivo solitario de un viejo que cree reconocer en el Opel Insignia del 2012 al Opel Kapitan de 1956; en el Citroen C2, el clásico dos caballos de extenso recorrido en el calendario y en el nuevo Ford Fiesta, al Ford A con el que la clase media descubrió la sociedad de consumo.

Fernando
—desde la plaza San Francisco—
apuesta ahora contra sí mismo para decirse que siempre gana,
aunque sea lo contrario.


La casa de aquella infancia



De aquella casa en la que viviera una feliz infancia,
vecina al Parque del Prado y su descuidada rosaleda,
guardaba el rencor que siguió al desahucio:
los muebles, la ropa, los libros, los trastos en la calle,
la tenue llovizna otoñal empeorando la escena para mejor grabarla en la memoria,
El Alguacil del juzgado ha levantado el acta de la misión cumplida,
sellada la puerta con lacre sobre el pasado.
En ese momento
—con sus catorce años recién cumplidos,
jura a su desconcertada madre,
venganza.

Viven luego en un cuarto piso sin ascensor no muy lejos de aquella casa.
Una sola ventana abierta a un ruidoso patio interior da respiro;
de allí el mayor empeño con que sigue estudiando
se inclina sobre textos que hace suyos mascando tenaz las palabras.
Pasan, sin poderlo remediar, los años.
El padre desaparecido en la nebulosa de una quiebra mal gestionada,
manda de tanto en tanto una modesta mesada y promete volver,
eso sí,
                        sin mayor entusiasmo.
La madre absorta en un melancólico silencio, hace de la resignación triste consuelo.
Sigue sin entender lo que ha pasado.

Para alimentar aquel lejano rencor y evitar que el tiempo lo atenúe,
—como suele hacer con tantas otras cosas que va desgastando—
pasea los domingos con su madre y sus pasos inevitables lo llevan al parque y a la esquina de la casa de su infancia.
La contemplan, ahora habitada, recién pintada de verde claro, y se sientan en un banco a lo lejos, mascullando fragmentos de recuerdos mal digeridos.
Buscan en sus muros alguna grieta, el resquicio para recuperar lo perdido, una forma de volver hacia atrás.

Un día, ya funcionario de un juzgado, notificador de testigos y sentencias, paseando frente a la casa de siempre,
ve a un niño asomado a la ventana del que fuera el cuarto de su infancia.
Las miradas se cruzan.
Desconcertado,
cree adivinar en su perfil un extraño parecido con el suyo y su pasado,
para decirse:
“Un joven de aquella edad mía,
un joven que no soy yo”-
Tal es la intensidad de ese intercambio que al cabo de un instante,
fogonazo intenso de la memoria revivida,
está en la piel de aquel niño que pudo ser él,
—que tal vez lo sea—
y todo ha sido un mal sueño,
“Como si un espejo velado por los años
                                   —dijera el poeta Alvaro Miranda[1]
inesperado, se revelara”.
Una pesadilla proyectada desde un turbio pasado
al presente del que nunca debiera haber salido.

Está ahora asomado a la ventana
            —un hombre lo observa desde la acera—
sus padres conversan en el patio,
sobre los restos de un asado recién hecho en la barbacoa del fondo,
como se debe en un domingo asoleado.
El rencor y la sed de venganza
—si los hubo—
aparcados, lejos de esta bonanza recuperada después de tanto tiempo.
La respira con alivio junto a su madre rejuvenecida y a su padre que ha regresado,
esta vez para quedarse.

(de Capitulaciones del silencio y otros recuerdos, 2015)




Fernando AINSA, escritor y ensayista uruguayo de origen aragonés. Reside actualmente
entre Zaragoza y Oliete (Teruel) consagrado a la escritura y actividades editoriales y docentes. Autor de numerosos ensayos sobre literatura y cultura de América Latina. El último es Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia (2012). Tiene en prensa Ensayos, sobre el ensayo como género.
En 2007 publicó su primer libro de poesía, Aprendizajes tardíos, seguido de Bodas de Oro (2011) y Clima húmedo (2012). Poder del buitre (Olifante), con prólogo de Francisco Ferrer Lerín, ha sido elogiosamente recibido por la crítica.
Aínsa es Miembro Correspondiente de las Academias de Letras de Uruguay y Venezuela y fue Director Literario de Ediciones Unesco (1991–1999). Recientemente ha sido galardonado con el Premio Imán otorgado por la Asociación Aragonesa de Escritores.

 





[1] Alvaro Miranda., del poema “En aquellos años de mi adolescencia”, (Yo mismo soy un extraño aquí, Montevideo, Ediciones del Mirador, 2005)