En un breve ensayo, 'Nueva York: sonidos
y voces',[2] dedicado al escritor norteamericano Louis Wolfson,
Paul Auster nos recuerda que en el prólogo a su novela Le bleu du ciel, Georges Bataille realiza una importante distinción
entre los libros escritos por el placer de la experimentación y, aquellos, cuya
génesis está determinada por una profunda
necesidad. Si la comparación de Bataille respecto de la creación fuera
trasladada al campo de la lectura, se podría establecer dos categorías de
textos, aquellos cuya función no excede el entretenimiento (o las pulsiones de
la industria editorial) y los que nos son verdaderamente imprescindibles.
En el caso de Inventando a Irlanda: la literatura de la nación moderna de Declan
Kiberd, muchos comparten la opinión de Edward Said: “este estudio crítico de la cultura irlandesa durante el siglo XX
resulta indispensable para comprender el creciente desarrollo social y
económico alcanzado por la joven República en las últimas décadas del siglo XX”.
Es
este un libro que puede ser considerado de necesaria lectura para nosotros y,
en particular, para aquellos que han olvidado la ley de la causa y el efecto. Aristóteles,
algo más sabio que el viejo Vizcacha,
afirma "que todo lo que
sucede tiene lugar a partir de algo". En los últimos tiempos,
políticos, empresarios, intelectuales y
periodistas sorprendidos por el crecimiento económico de Irlanda, se han
referido a ella como un ejemplo a seguir o, al menos, un modelo para tener en
cuenta. Su entusiasmo por las estadísticas parece apartarlos de cuestiones
fundamentales: la construcción cultural que realizó Irlanda en los siglos XVIII
y XIX, cuyos resultados están a la vista.
Este trabajo de Kiberd, documentado
hasta la obsesión, propone una serie de
nuevas lecturas, y nos será de suma utilidad para corregir lo distorsivo de
ciertos puntos de vista sostenidos por algunos sectores de nuestra sociedad que
se sienten atraídos por diversos aspectos y arquetipos de la cultura irlandesa.
En ocasiones guiados por un espíritu folklórico-turístico y mitos de factura
casera, en otras, por razones
equivocadas.
La moda celta que hizo pie en la Argentina en década de
los 80 del siglo pasado, produjo una conducta imitativa entre los más jóvenes,
quienes los 17 de marzo, como viene sucediendo hace años,
fecha en que se celebra el día de San Patricio, santo patrono de la isla
esmeralda, se congregan masivamente en el barrio de Retiro. Allí, en las
inmediaciones de varias tabernas -pubs-
de dudosa procedencia irlandesa, beben cerveza y escuchan música celta hasta
altas horas de la madrugada. Una mayoría luce distintivos y prendedores con el
trébol -la flor nacional de Irlanda-, otros, cubren sus cabezas con
grandes sombreros verdes, similares a
los que la leyenda les adjudica a los duendes. Este fenómeno de índole festiva
no es relevante. Lo que sí debería llamarnos a la reflexión son algunos
preconceptos acerca de la cultura irlandesa que se originan en una interpretación
autoritaria de la vida.
Debemos recordar que durante el
transcurso de la
Segunda Guerra Mundial, las facciones del nacionalismo
argentino que deseaban y creían en la victoria de Hitler, la conquista de
Europa y el establecimiento de un nuevo orden en Occidente, vieron en la República de Irlanda,
enfrentada históricamente con Inglaterra, una posible aliada. Rápidamente la
pusieron en la lista de sus simpatías. Los nazis criollos infirieron que la
neutralidad asumida en el conflicto significaba que Irlanda tomaba partido por
Alemania. No se puede negar en aquella época la existencia de nazis en Irlanda,
como tampoco en Inglaterra, sin embargo, Éamonn de Valera, cuyo espíritu
democrático no puede ser obviado, tomó esta decisión debido a una compleja situación
política y económica interna. No obstante los irlandeses colaboraron
efectivamente con los aliados, proveyeron a Inglaterra de alimentos, esenciales para el esfuerzo bélico, y muchos de sus jóvenes se alistaron voluntariamente en
el ejército británico. Asimismo, los incendios provocados por los bombardeos de
la fuerza aérea alemana en Belfast, ciudad ubicada en el norte y, bajo control
británico, eran combatidos por los bomberos neutrales del sur. En esos días los
irlandeses hicieron popular la frase: ¿Neutrales? ¿Contra quién?
En el campo institucional, la iglesia
católica argentina, que entre sus seguidores cuenta con un importante núcleo de
descendientes de irlandeses, tiene grandes responsabilidades en la difusión de
una imagen distorsionada del caso irlandés. No pocos sacerdotes y fieles se
empeñan en considerar los problemas de aquel país y el proceso de descolonización
como una cuestión religiosa: el enfrentamiento entre católicos y protestantes,
entre los seguidores de Roma y aquellos que niegan la autoridad papal. Esta
visión nunca se ha ajustado a la realidad. Irlanda fue una colonia y el
parlamento británico ejerció, a partir de 1719, el derecho de legislar en todo
su territorio. No conformes con esta
situación una minoría de irlandeses y anglo-irlandeses, católicos y no
católicos, comenzaron una larga lucha por sus derechos y libertad. En 1938,
amparado en la constitución de 1937, que reconoció a las iglesias anglicana,
presbiteriana, metodista y a la comunidad judía, Éamonn de Valera, hizo uso de sus
influencias para que Douglas Hyde, un ardiente nacionalista de confesión
protestante, fuera elegido el primer presidente de la nueva República.
En Inventando
a Irlanda: la literatura de la nación moderna, el autor nos introducirá en
la complejidad cultural de este pueblo, proporcionándonos nuevos elementos que
nos permitirán, si así lo decidimos, admirar a ese país por las razones
adecuadas y a su vez poner en contexto su éxito económico, más allá de las
crisis circunstanciales, que está estrechamente ligado al proceso
cultural.
La lenta conquista de Irlanda, a partir
del desembarco de Enrique II de Inglaterra en 1171, extendió los significados
de 'cruel' y 'ruin'. La ocupación militar
del territorio fue acompañada por la
destrucción del orden gaélico y culmina en 1607 con el exilio de los nobles de
origen celta en el continente. A partir
de entonces fueron despojados a sangre y fuego de su lengua.
Los invasores no previeron la
resistencia cultural de este pueblo abnegado y decidido. En el siglo
XVIII, las ondas expansivas del
iluminismo y la
Revolución Francesa llegarían a estas tierras, entonces un
grupo de presbiterianos y protestantes crearon un movimiento dedicado a unir a
todos los ciudadanos de diferentes credos religiosos en la causa de la
libertad. El movimiento por la independencia nacional que se generaría más
tarde, influenciado por el ideal republicano,
imaginaba al pueblo irlandés como
una comunidad histórica, cuya imagen se constituyó mucho antes de la era del nacionalismo moderno y de la
concepción del estado-nación. Esto fue posible, pues el pueblo irlandés ha demostrado a través del
tiempo, una capacidad fuera de lo común para asimilar nuevos elementos, étnicos
y culturales. Asimismo, sienten cierto placer en pensar la identidad como una cualidad que
rara vez es inmutable. Ésta, según Kiberd, no se recibe o hereda, es una cuestión de negociación e
intercambio constante que admite la integración del otro, rechazando las doctrinas
de pureza racial.
Hacia mediados del siglo XIX se
perdieron varias cosechas de papa, el alimento principal de la isla, debido a la Phytophthora
Infestans: tizón tardío. Se produjo entonces la
denominada Gran Hambruna que afectó a una de cada cuatro familias, casi el 30%
por ciento de la población se vió obligada a emigrar. En ese período la mente
irlandesa estaba confundida, habían perdido su lengua nacional y aún no podían
expresarse cómodamente en la lengua inglesa.
Hacia fines del siglo algunos
protestantes, entre ellos, Standish James O' Grady y Douglas Hyde, inician lo
que posteriormente se denominó el Renacimiento Gaélico, que se caracterizó por el intento de recuperar la vieja lengua y
en traducir el conjunto de los mitos y
leyendas de origen gaélico a la lengua inglesa. La primera de estas
proposiciones fracasó, en la actualidad, la mayoría de los irlandeses habla la
lengua inglesa. Pero, se lograron salvar la memoria y las tradiciones de
la antigua cultura celta, las que
trasladadas a la nueva lengua alcanzaron una difusión nunca imaginada.
Walter Benjamin pensaba que la falla de la mayoría de las traducciones del siglo
XIX, se debía al excesivo respeto del traductor por las convenciones de la
lengua de destino y, el temor, de que la
lengua de origen perturbara su sintaxis. En el caso de los traductores
irlandeses no existió ni respeto, mucho menos temor en el proceso de
traslación. De esta manera no solo renovaron el inglés sino que ejercieron
sobre él, al convertirlo en un mediador con su propia cultura, un claro ejercicio de apropiación. No
obstante, durante mucho tiempo persistieron ciertas dudas acerca de la
efectividad de la lengua adquirida para expresar a la mente irlandesa.
Stephen Dedallus en A Portrait of the Artist as a
Young Man (Retrato del artista
adolescente) de James Joyce, luego de entrevistarse con el director del
colegio jesuita en Dublín, un inglés converso, dice: “El lenguaje que hablamos le pertenece antes a él que a nosotros. Qué
diferentes suenan las palabras, hogar, Cristo, cerveza, amo, en sus labios y en
los míos. Su lengua, tan familiar y tan extranjera, es siempre para mí una
lengua adquirida. Yo no he fabricado ni aceptado sus palabras. Mi voz las
mantiene a distancia. Mi alma se inquieta en la sombra de su lenguaje.”
Esto quizás se debe en buena medida al
temor que produce la actitud, tan extendida en la metrópoli, de considerar
simplemente a la nación emergente y su cultura como un efecto de sus propios
deseos. Los países centrales se constituyen en
guardianes celosos de su tradición y vigilan los usos que se les da.
Ante cualquier atisbo de insurrección lingüística, están preparados a lanzarle a la mente del
rebelde la biblioteca de sus clásicos,
junto con las instrucciones acerca de cómo éstos deben ser interpretados.
Durante siglos Londres se burló del modo de hablar de los irlandeses. Su
dicción, su vocabulario extravagante y una sintaxis no apropiada, decían, les
causaba gracia. A pesar de ello, los irlandeses continuaban ensimismados en su
propia vida cotidiana, dados a la tarea de recuperar sus propias raíces,
haciendo de la lengua inglesa algo propio. Este esfuerzo titánico, el de darse
una nueva lengua y, al mismo tiempo, transferir a ella su herencia cultural,
renovó el espíritu nacional. La reescritura
de las hazañas de los héroes épicos del lejano universo gaélico encendió
la imaginación dormida y produjo una poderosa tradición literaria que ha sido
reconocida con cuatro premios Nobel de literatura: W.B. Yeats, George B. Shaw,
Samuel Beckett y Seamus Heaney.
Uno de los aspectos relevantes del
trabajo de Kiberd es que analiza, un hecho poco frecuente, el modo en que los
líderes políticos de la independencia, entre ellos, Pearse, Connolly, de Valera
y Collins, se inspiraron en las ideas de poetas y dramaturgos. El renacimiento
cultural irlandés es fascinante en este aspecto, pues a partir de él, se produce la revolución
política posterior que culmina en la república democrática independiente del
presente. Éste podría caracterizarse como la búsqueda y reinstalación de las tradiciones
ancestrales que los conquistadores pretendieron borrar de su memoria. La reapropiación de una visión de la vida y
las cosas, de un conjunto de bienes simbólicos que a partir de ese momento serían compartidos por todos, sin distinción
de clases.
Este es un punto de inflexión en sus
vidas, no sólo habían recuperado su orgullo nacional, sino que a partir de esta instancia, la recreación de
"lo irlandés", los validaría internacionalmente, ya estaban en condiciones
de exportar su cultura.
La década de los 60 trajo profundos
cambios en la sociedad irlandesa. En 1962, la televisión nacional inició sus
transmisiones, las imágenes del mundo exterior, llegaban por primera vez a los
hogares de una población influenciada en
gran medida por una cultura rural. Los sectores más conservadores vieron en
esta apertura una amenaza, la que sería neutralizada con la creación de
agencias gubernamentales, cuyo fin era promocionar la cultura irlandesa en el
extranjero. Simultáneamente, las nuevas reformas fiscales establecían
exenciones de impuestos a todos los artistas extranjeros (escritores,
pensadores, artistas plásticos, actores,
directores de cine y teatro) que se domiciliaran en la isla y pasaran, al
menos, sus vacaciones en ella. Esta
decisión pretendía abrir la mente irlandesa a las ideas que circulaban en el
mundo. La apertura iniciada en los 60 fue el paso inicial del desarrollo
científico e industrial de este país de escasos 70.273 km2, con alrededor de cuatro millones y medio de
habitantes, cuyas exportaciones superan
ampliamente a las de nuestro país.
Los escritores irlandeses que dieron
comienzo a este proceso, estaban motivados por el deseo de que sus
conciudadanos pudieran verse a sí mismos. Ellos comparten el mismo sentimiento
que atormentó a Sarmiento respecto de nuestro continente, expuesto con claridad
en su introducción al Facundo:
“En la Enciclopedia Nueva,
he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel
caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio;
pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he
visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos
colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de
las masas; veo el remedo de la
Europa y nada que me revele
la América.”
Es la inversión de la mirada a la que
nos insta H.A. Murena, observar la
periferia desde la periferia misma, anular el centro imaginado. Mirarnos en nuestro propio espejo y no a
través de uno ajeno, en apariencia más elaborado, que invariablemente nos
devolverá una imagen doblemente deformada de nuestra realidad. Pero, nos hace la advertencia de
que esta no puede ser protagonizada por una mente dividida. Una cuyos
hemisferios se enfrentan constantemente en una danza macabra, autodestructiva, augurando la cíclica reinstalación del fracaso.