Jorge Calvetti |
Tras
haber recorrido por Europa tantos esplendores:
la
perfecta Alemania, Roma o Zurich,
en
Barcelona
amigos
generosos me mostraron
los
recónditos lujos de Gaudí, de Picasso y Miró.
También
el Barrio Chino,
donde
el germen eterno de la vida enardece
más
allá de lo creíble,
donde
ojos humanos tienen garras
y
miran
y
quieren herir la vida para siempre.
Allí,
en un bodegón, vi al Gran Gilbert,
un
anciano procaz, de más de ochenta años,
que
empolvado y pintado,
con
un gran abanico de plumas
quería
imitar a una vedette.
Con
esfuerzo grotesco
cantaba
y ensayaba penosamente el baile
entre
las carcajadas de un público dispuesto a todo,
como
a la risa y al aplauso,
y
que, en el colmo del escarnio,
le
arrojaba flores viejas y cigarrillos encendidos
que
él agradecía con inclinaciones y saludos reverentes.
Con
inmensa amargura (puedo decirlo ahora)
asistí
al espectáculo tristísimo
como
en una sombría alucinación.
Porque
detrás del abanico, entre el humo y los gritos,
yo
veía a alguien que no me era extraño
y
a quien reconocía vagamente.
Hoy
tengo la certeza de que aquella noche,
hasta
ese sótano bohemio me condujo el destino,
porque
allí, como ante una ventana que diera
al otro mundo
o
a una ignorada realidad más alta,
pude
entrever esta verdad:
también
nuestra vieja alma, amigos,
pintarrajeada
y empolvada, disimula lo que es,
y
vestida de buenas intenciones
quiere
mostrar una apariencia de belleza.
No
la vemos,
por
eso nadie ríe, ni se burla, ni aplaude.
pero
un día, como en aquella mágica bodega,
nos
veremos las almas tal cual son:
tétricos
fantasmas que agradecen la vida
haciendo
reverencias, solemnes reverencias,
hasta
que Alguien, ¡quién sabe desde dónde!
diga
basta
y
haga caer el telón.
Jorge Calvetti (S.S. Jujuy,
1916-Buenos Aires, 2002).