Wilfrido H. Corral |
En Actual
narrativa latinoamericana (1970), actas de unas conferencias en
el cil cubano en 1969, la crítica inglesa Jean Franco le objeta al
argentino Noé Jitrik: “creo que se puede descartar la crítica europea, en
cuestión de literatura latinoamericana, por completo”. En las décadas
siguientes ella ignoró su llamado, y la práctica resultante, fomentada por sus
discípulos, causó que en 1997 el peruano Antonio Cornejo Polar manifestara:
“Los textos críticos en inglés suelen utilizar bibliografía en el mismo idioma
y prescindir, o no citar, lo que trabajosamente se hizo en América Latina
durante largos años. Por lo demás su extrema preferencia por el estrecho canon
teórico posmoderno es una compulsión que puede llegar hasta el ridículo.” En
1995 el pos/de-colonialista argentino Walter Mignolo manifestó, y traduzco de
su inglés, “escribir en español, en este momento, significa seguir al margen
[sic] de las discusiones teóricas contemporáneas”.
Mucha
de la crítica formada en Estados Unidos desde los ochenta replica aquellos
excesos. Consciente de que escribir equitativamente sobre la crítica es una
tarea ingrata, atractiva solo para el indiferente a los golpes, ¿qué pasa con
esos calcos, a qué conducen el sometimiento y la doblez documental y ética
cuando se quiere ser parte de una renovación nada original, generada por otros?
A veces conducen a vueltas cercanas al esencialismo y provincianismo de Cornejo
Polar, cuyo arrojo (póstumo) no imitan sus fieles; otras a resignación, o
cinismo del tipo “Todo está mal, para qué hacer algo”; las más a un silencio
elocuente o cálculo: hay becas, puestos, bolsas de trabajo, invitaciones y
sinecuras afines en el imperio; y no se cuestiona a maestros o ideas recibidas
sin temer represalias. Pero por encima de la comprensible aprensión de un
principiante y las hipotéticas potestades críticas están la ética profesional y
el público, por reducido que sea.
Junto
al Edward Said que abogó tardíamente por un humanismo democrático basado en la
filología y su reactivación, desde los noventa han surgido varios mea culpas de
parte de la crítica teórica primermundista. En contraparte, la crítica
literaria latinoamericana sigue tautológicamente colonizada, sin muchas ideas
propias o sin disputar las recibidas. Su deriva se debe menos a críticos
específicos que al sistema que la enaltece y a la red de influencias. La
ambigüedad y la complejidad –anteriormente criterios para valorar y engendrar
discusiones interpretativas– hoy definen al crítico más que a las obras, y en
esos ardides se pierde una tradición crítica que llegó a su apogeo autóctono
con Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y algunos otros. Ninguno escribía “en
difícil” o era complaciente, y sus discípulos verdaderos asimilaron bien sus
lecciones, sin integrarlas mecánicamente. Varios se establecieron en Estados
Unidos, y ahí se complicó la historia.
Tres
estudios estadounidenses recientes –Thresholds of illiteracy. Theory, Latin
America, and the crisis of resistance de Abraham Acosta, Cosmopolitan desires:
Global modernity and world literature in Latin America de Mariano Siskind,
ambos de 2014, y Beyond Bolaño: The global Latin American novel (2015) de
Héctor Hoyos– ejemplifican esa domesticación, síntoma además del abandono de la
crítica literaria latinoamericana nativa reconocida como independiente y
universalista.
Esos
tres estudios, que merecen recensiones más extensas que las que permite este
ensayo, hacen patente una dependencia a la voz del amo crítico traducido y a los
temas de moda (cosmopolitismo, modernidad, literaturas mundiales, resistencia,
teoría a secas, Bolaño), fieles a la máxima dadaísta de Max Ernst: “Que haya
moda, abajo con el arte.”
El
ámbito crítico-teórico anglófono lleva un par de décadas de contriciones
conceptuales y no le preocupa la carestía de un latinoamericanismo sólido,
porque esos críticos no influyen o figuran en su mundo, excepción hecha de José
Guilherme Merquior. Sin ser García Márquez, el crítico novato escribe “para que
sus amigos académicos lo quieran más”, sin leer lo que no le han enseñado,
consciente de que un público culto no lo lee, o le incumbe. Su industria
incluye un apremio de fijar reconocimientos, a críticos “poderosos” u otro que
reseña su libro. La gratitud es una gran virtud, pero son mayores la vigorosa
disensión, el derecho crítico al desacuerdo respetuoso, la jerarquía saludable,
y legitimarse o autorizarse con lecturas originales, en lo posible. Es hora de
tener una crítica que no se ejerza como rama de un lobby o sucursal de las
agencias de publicidad.
Con
Claudia Gilman, autora del seminal Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas
del escritor revolucionario en América Latina (2003, 2012), cuyas ideas conjugo
con las mías recordando que los problemas de nuestra crítica son compartidos
por la de otras áreas, coincido en que la crítica latinoamericanista más
reciente adolece principalmente de cuatro problemas:
1.
Trabajar con un corpus muy limitado, sin tener idea de otros corpus que han
existido en el pasado relativamente reciente y con los cuales está involucrada
otra crítica actual. Sus interpretaciones, por tanto, son deficitarias y los
resultados de sus investigaciones no alcanzan a ser pertinentes y exhaustivos.
Pierden así el mérito de sus buenas intenciones.
2.
Pretender utilizar categorías teóricas solo porque está de moda autorizarse en
la palabra de otro, como ejemplifican los libros mencionados. El problema es
emplear metodologías impertinentes e irrelevantes para los objetos a los que se
aplican, porque suele suceder que los conceptos teóricos no son para aplicar
sino para pensar.
3.
Deformar cualquier noción de unidad (aunque esta sea siempre modificable) para
el objeto de análisis. Esa crítica no subsana lo que falta por hacer, ni se
pregunta qué pueden aportar sus resultados en relación con todo aquello que
sigue siendo ignorado.
4.
En América Latina permanece la confrontación improductiva entre países, y su
crítica literaria no responde al desafío o formula adecuadamente las grandes
diferencias y graves antipatías que dividen al continente, en que hay tantas
aversiones bilaterales o multilaterales en juego.
Cosmopolitismo versus
universalismo
Los
dos capítulos de la primera parte del libro de Siskind se ocupan del momento
actual en que los “deseos cosmopolitas” latinoamericanos parecerían haberse
cumplido. Por otro lado, la segunda parte está dedicada al discurso literario
latinoamericano mundial entre 1882 y 1925 (el periodo más extenso, y puente del
libro), la francofilia universal de Darío (percepción bien corregida por
Siskind), las cartografías mundiales del modernismo, y el orientalismo y el
tema judío en Gómez Carrillo. Son interpretaciones válidas, pero la historia
literaria en español no las justificaría como novedosas, y una gran debilidad es
que la estructura del libro reduce la vanguardia a apenas algunas menciones en
la introducción general. Saltar del vanguardismo al realismo mágico (bien
explicado) es supeditar décadas de excelente producción vanguardista
continental, de hecho la que ubica a los latinoamericanos en un mundo que ya no
desean, como siempre supieron Baldomero Sanín Cano y otros que Siskind menciona
oportunamente. También es reduccionista definir a José Carlos Mariátegui como
precursor de interpretaciones dialécticas del cosmopolitismo y el criollismo;
en la práctica escribió una metanovela vanguardista, La novela y la vida.
Siegfried y el profesor Canella (1924-1929) analizada por Ana María Barrenechea
hace cuarenta años.
La
patente obsesión en Siskind por cotejar o emparentar obras latinoamericanas con
otras mundiales –para él, el mundo es un espacio utópico de reconciliación y
libertad desde la diferencia– para leerlas desde tipos genéricos invierte el
efecto pretendido: las similitudes buscadas mundializan los textos pero terminan
velando sus singularidades. Paralelamente, al reubicar la noción de
“transculturación” de Rama termina abogando por un particularismo que no es lo
contrario del cosmopolitismo. Ni Siskind ni Hoyos reconocen que Rama y
Rodríguez Monegal se dedicaron al cosmopolitismo sin rodeos, el primero
afinando su opinión en un extenso ensayo de 1981 sobre la tecnificación
narrativa y el segundo en El arte de narrar (1968). Ambos se explayaron sobre
el cosmopolitismo ante las relaciones abiertas de la cultura.
Que
los latinoamericanos no escriban sobre el exotismo del continente no los hace
cosmopolitas. Es un asunto de recepción, no de características innatas, como
comprueban otras literaturas “mundiales”. Si este libro diferencia claramente
entre globalización de la novela y novelización de lo global, giro enmarañado
en el volumen de Hoyos, al mismo tiempo no contempla el “deseo mimético” que
René Girard desarrolla exhaustivamente con la novela como palimpsesto (Siskind
privilegia a Lacan). También son de llamar la atención su preferencia por
García Márquez sobre Bolaño para hablar de literatura mundial y que no dialogue
con estudios precursores sobre los temas que trata.
La lectura progresista pero no
politizada
Estudios
como Thresholds of illiteracy suelen mostrar inconsistencia ideológica porque
su formación es más universitaria que intelectual, especialmente cuando en el
progresismo académico hay una extraña desconexión entre la política que se
sigue y su voluntad para discutir su propia “posición de sujeto”. No obstante,
este estudio transmite un esfuerzo intelectual honesto. Así, su poscolonialismo
se caracteriza por entrelazamientos, dudas y apropiaciones blandas; no por una
oposición política decisiva o un escepticismo teórico firme. Su “analfabetismo”
es –trato de traducir– “la condición de exceso semiológico ingobernable que
surge de la disrupción crítica del campo de inteligibilidad dentro del cual se
definen y posicionan modelos de lectura tradicionales y resistentes”, reducido
al campo social, llámeselos “el hombre natural, aclimatados, colonos,
monolingües y los que nunca llegarán”. Acosta intenta evitar, con éxito
esporádico, la voluntad de decir todo y lo opuesto en el interés de una verdad
comprometida a rechazar otras.
El
autor estudia ideales transformativos de la justicia en el pensamiento ético y
político. Del indigenismo, la frontera (ayudaría más leer a Bolaño que una ley
de Arizona), el testimonio y el zapatismo solo le interesan los avatares
políticos y las negociaciones interpretativas que enaltecen esos temas de
manera progresista. En el primero de sus cinco capítulos defiende el
poscolonialismo (cuya hegemonía crítica asume sin cuestionar) ante el
“posicionamiento discursivo” opuesto a dependencias agobiadoramente anglófonas.
Es reveladora su fe en que la literatura proporciona respuestas inmejorables (a
pesar de que Arguedas, Carpentier, Matto de Turner y Vargas Llosa palidezcan
ante testimonios o escritos políticos de Martí, Mariátegui y el subcomandante
Marcos), pero se enreda en fraseología subalterna traducida. Se alía además con
los defensores de teorías culturales inconscientes de su fracaso para
reconciliar definiciones y se muestra más interesado en rechazar enfoques que
ven a la cultura como un derivado automático de fuerzas económicas o posición
social. Ese posicionamiento y su tendencia a subestimar la naturaleza retórica
de la cultura es lo que lo conecta con otros estudios.
La globalización y el trauma
latinoamericano
El
breve argumento sobre la novela global, ya aburrida según varios ensayos de Tim
Parks en Where I’m reading from (2015), está construido para subrayar su
carácter abierto y provisional. Al llamar la atención sobre este proceso la
crítica se ofrece como algo aún en construcción y garantiza así un tipo de
inautenticidad. No hay en el libro de Hoyos un entendimiento matizado sobre
cómo los ciclos de producción global clasifican a los actores intelectuales, o
a sus novelas, para cumplir diferentes tareas globales, porque no muestra que
los intercambios entre esos ciclos reduzcan la desigualdad en la recepción.
Otros capítulos se someten a una crítica primermundista abigarrada, con
esperanzas obsequiosas de que la literatura mundial dé la bienvenida al
latinoamericanismo desde una situación en la que el español no tendría que ser
traducido para tener importancia. Las lecturas detalladas son buenas, pero
socavadas frecuentemente por el andamiaje teórico que Hoyos construye y que
depende paradójicamente de enfoques “erróneos” sobre la literatura mundial.
Vale como emblema de dicho procedimiento crítico el tercer capítulo, que
combina argumentos anteriores para explicar la explotación transnacional por
medio de los supermercados. Esa lógica explicaría la conjura de la literatura
mundial y las novelas globales, pero la mayoría de los latinoamericanos todavía
compra en mercados centrales o tiendas modestas, coyuntura analizada hace más
de una década por Silviano Santiago que la llamó el “cosmopolitismo del pobre”.
Si
tanto Siskind, Acosta y Hoyos están convencidos, a su manera, de que la
modernidad y la globalización han traumatizado a los latinoamericanos, cuesta
creer que verlas desde abajo es algo más que señalar una serie de procesos
transnacionales mediante los cuales los críticos conectan historias de lugares
diversos. Es pertinente mencionar que la mayoría de la crítica empleada por los
tres está traducida, y hay una analogía con la advertencia de Alejandro Zambra
en No leer sobre cómo en español generalmente leemos traducciones de
traducciones. El chileno concluye que nuestra emoción ante las obras traducidas
es momentánea e ingeniosamente postula que los traductores de los escritores
japoneses a los que se refiere “tal vez borraron lo que a la novela occidental,
como género, le sobraba: quizás por eso, al reseñar sus libros, inevitablemente
se habla de ‘precisión’ o de ‘delicadeza’”. Pero los críticos por lo general no
borran.
¿Una crítica propia?
Hoy,
el abastecimiento de modas, la asociación libre contra el canon, la política
personal, las contradicciones y los logros fragmentarios de académicos
trastornados con ideas extrañas atraen más de lo que disgustan. Walter
Benjamin, maestro temprano de ese desconcierto barroco, separó a la crítica
masiva del aura, tal vez por considerarla arte. No extraña entonces que en los
años treinta notó una crisis en la crítica (había pensado fundar con Brecht una
revista llamada Krisis und Kritik), y escribió varios textos breves sobre
historia literaria, la industria editorial y las formas de la crítica. En un
fragmento programático de 1931, no publicado en vida pero recogido con otras
notas aforísticas bajo la rúbrica “El carácter destructivo”, se dedica a la
tarea del crítico, y asevera:
Respecto
a la terrible idea equivocada de que el atributo indispensable del crítico
verdadero es “su propia opinión”: es asaz sin sentido enterarse de la opinión
de alguien sobre algo cuando uno ni siquiera sabe quién es. Mientras más
importante sea el crítico más evitará afirmar llanamente su propia opinión, e
incluso: su perspicacia absorberá sus opiniones. En vez de dar su propia
opinión, un gran crítico posibilita que otros formen sus opiniones con base en
su análisis crítico. De hecho, la definición de la figura del crítico no debe
ser un asunto privado sino, en lo posible, un asunto objetivo, estratégico. Lo
que debemos saber de un crítico es qué representa. Él nos debe decir esto.
[Selected writings, vol. 2, Harvard University Press, 1999]
Se
trata de aserciones convenientemente poco citadas por sus acólitos y cargadas
de polémica respecto a la subjetividad que se defiende como crítica personal en
el ámbito anglófono. No por nada Benjamin termina su texto recordándose:
“Investigar por qué el concepto del gusto es obsoleto. Surgió en las primeras
etapas del capitalismo. Ahora estamos en la etapa tardía.” Curiosamente, ese
ídolo interdisciplinario exige especialización y seriedad. Si la
sobreespecialización fomenta la previsibilidad, la estrechez profesional y la
irrelevancia social, no menos cierto es que se trata de una tecnología que
contribuye a mantener la atención cultural en un momento de tanta distracción
digital. Es decir, como práctica cultural esos ensimismamientos, paradójicos en
una época en que cuesta ser un individuo, pasarán; y cuando no se regrese
específicamente a una filología rancia se volverá a metodologías que inculquen
apertura crítica, colaboración, diligencia, imaginación y responsabilidad.
En
2004 Bruno Latour argüía que la crítica había perdido fuelle con el relativismo
y el construccionismo social de la teoría posmoderna autosatisfecha. Bien decía
Roland Barthes en una entrevista de 1970 que la teoría existe permanentemente
en un tiempo prestado, porque no se la puede concebir como algo cerrado, y
cierto latinoamericanismo actual lo sigue comprobando.
Durante
la última década se ha pasado a una crítica moderada de métodos menos
especulativos, más empíricos y estadísticos, que quiere leer y describir más
que forjar “intervenciones” de importancia a nivel histórico y mundial, como
pretendieron algunos posestructuralistas. La actual es más erudita, y propone
un realismo político más que la capacidad revolucionaria de los textos y los
críticos. Parafraseo y traduzco la oración anterior de “La nueva modestia en la
crítica literaria”, que Jeffrey J. Williams publicó en The Chronicle of Higher
Education (enero de 2015). Los latinoamericanistas no se han enterado.
En
mayo de 2015, impenitente, Harold Bloom volvió a regañar categóricamente a
pseudoacadémicos, feministas, frikis de poder y género, marxistas y periodistas
en la no académica Time. Un mes antes, el inicuamente arrepentido Terry
Eagleton, entusiasta de la alta teoría marxista, se manifestó sobre “la muerte
lenta de la universidad” en The Chronicle of Higher Education. Para variar,
aquel bestseller crítico culpa al capitalismo por la “americanización” de la
universidad británica. Tiene razón al creer que hoy su disciplina enseña lo que
está de moda entre los veinteañeros: vampiros en vez de victorianos, sexualidad
en vez de Shelley, fanzines en vez de Foucault, el mundo contemporáneo en vez
del medieval; añadiendo que “[...] historia quiere decir historia moderna y la
enseñanza de los clásicos se limita a instituciones privadas”. ¿Por qué están
de acuerdo Bloom y Eagleton? Por los entusiastas domesticados que amansarían a
los que no los siguen. Estas son objeciones consuetudinarias, pero podrían
permitir superar las fronteras bien patrulladas de los críticos.
Parte
del placer de leer crítica claramente escrita es notar qué sentido narrativo se
obtiene de sus notables proezas asociativas, para así apreciar la plusvalía de
la historia que cuenta. No se trata de abogar por una “crítica práctica”, que
desde la decimonónica Biographia literaria de Coleridge se sabe que no es
siempre coherente, sino llena de alegatos, digresiones, panegíricos y
subterfugios, y de algo que falta a críticos como los aquí reseñados: ingenio
defensivo. La crítica domesticada no templa sus ambiciones y las expande
oportunamente, dándole la razón a Oscar Wilde: la ambición es el último refugio
del fracaso.
En
un ensayo para The New York Times Book Review, Cynthia Ozick distingue
severamente las prioridades de los nuevos y viejos autores, y hay una analogía
con los críticos en una de sus conclusiones: “La ambición quiere una carrera,
la aspiración un cuarto propio. La ambición se nutre de atención pública; la
aspiración es inmune a las multitudes. En su juventud los viejos escritores se
percibían a sí mismos como aprendices de maestros superiores en experiencia
sazonada, y estaban listos a esperar su turno en la jerarquía del
reconocimiento [...] La red de contactos, como término y argucia, era
desconocida para ellos.” La crítica como la mencionada aquí quiere una carrera,
sin cuarto propio.
Ante
la posibilidad de enseñar en Estados Unidos, Rama presiente en su Diario:
1974-1983 (2001): “Pero qué sensación de salirse del mundo que produce la
perspectiva: el apacible ghetto universitario donde la acción intelectual se
especializa, consagrándose a la formación de equipos nuevos y a desarrollar el
área de conocimientos. Es la sociedad, de la cual los intelectuales
latinoamericanos nos sentimos comprometidamente responsables, la que queda
fuera, más allá de los límites del campus.” Los críticos referidos estarán de
acuerdo con su aprensión, y la historia de la crítica que hace falta mostrará
que con ese tipo de prácticas la teoría no puede ser otra cosa que su sombra. ~
Letras Libres, México, 2016.
WILFRIDO
H. CORRAL (Guayaquil, 1950). Ensayista, crítico literario, antólogo y
catedrático universitario. Desde hace varios años reside en los Estados Unidos,
en donde ejerce la docencia universitaria y despliega una intensa actividad
investigativa y crítica. Fue colaborador de la revista mexicana Vuelta. Xavier
Michelena comenta sobre este ensayista: "Iconoclasta por convicción y
libertario por ovación, Wilfrido H. Corral es actualmente uno de los más
lúcidos y creativos críticos literarios hispanoamericanos." Ha publicado: Ensayo:
Los novelistas como críticos -coautor- (México, 1991); Cortázar, Vargas Llosa,
and spanish-american literary history (Oxford, 1992); Hacia una poética
hispanoamericana de la novela decimonónica (I): El texto (EE.UU., 1995);
Globalization, Traveling Theory, and Fuentes's Nonfiction Prose (Spring, 1996);
La recepción canónica de Palacio como problema de la modernidad y la
historiografía literaria hispanoamericana (México, 1997); Nuevos raros, locos,
locas, ex-céntricos, periféricos y la historia literaria del canon de la forma
novelística (New York, 1996); Refracciones: Augusto Monterroso ante la crítica
(1995); Vargas Llosa: la batalla de las ideas -finalista del Premio Anagrama de
Ensayo, Barcelona, 1998-; "Vásconez, la ciudad y las ideas", Cultura
(Quito, 1998).