viernes, 15 de marzo de 2024

Oliverio Girondo: Campo Nuestro

Oliverio Girondo


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             

Este campo fue mar

de sal y espuma.

Hoy oleaje de ovejas,

voz de avena.


Más que tierra eres cielo,

campo nuestro.

Puro cielo sereno…

Puro cielo.


¿De tu origen marino no conservas

más caracol que el nido del hornero?


No olvides que el azar hinchó sus velas

y a través de otra mar dio en tus riberas.


Ante el sobrio semblante de tus llanos

se arrancó la golilla el castellano,


Tienes campo, los huesos que mereces:

grandes vértebras simples e inocentes,

     tibias rudimentarias;

informes maxilares que atestiguan

     tu vida milenaria;

y sin embargo, campo, no se advierte

ni una arruga en tu frente.


Ya sólo es un silencio emocionado

tu herbosa voz de mar desagotado.


¡Qué cordial es la mano de este campo!


Sobre tu tersa palma distendida

¡quién pudiese rastrear alguna huella

que revelara el rumbo de su vida!


Tus mismos cardos, campo, campo, se estremecen

al presentir la aurora que mereces.


Une el don de tu pan y de tu mano

el de darle candor a nuestro canto.


¿Oyes, campo, ese ritmo?

¡Si fuera el mío!...

sin vocablos ni voz te expresaría

al galope tendido.


Estas pobres palabras

¡qué mal te quedan!

Pero que quieres,  campo,

no soy caballo

y jamás las diría

si tú me oyeras.


Por algo ante el apremio de nombrarte

he preferido siempre galoparte.


Ritmo, calma, silencio, lejanía

hasta volverte, campo, melodía.


Sólo el viento merece acompañarte.


¿No podrá ni mentarte tu presencia

sin que te duela, campo la modestia?


Eres tan claro y limpio y sin dobleces

que el vuelo de una nube te ensombrece.


¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca

ni el más leve traspiés en tu llanura!


¿Cómo lograste, campo tan benigno,

asistir a los cruentos cataclismos

que describen tus nubes

y ver morir flameantes continentes,

inaugurarse mares,

donde jóvenes islas recalaban

en bahías de fuego,

con el vivo y remoto dramatismo

que recuerdan tus cielos?


Al galoparte, campo, te he sentido

cada vez menos campo y más latido.


Tenso y redondo y manso,

como un grávido vientre

virgen campo yacente.


Sin rubores, ni gestos excesivos,

—acaso un poco triste y resignada—

con el mismo candor que usan tus chinas

y reprimiendo, campo, su ternura,

—más allá del bañado, entre las parvas—

se te entrega la tarde ensimismada.


Pasan las nubes, pasan

—¡Quién las arrea?—

tobianas, malacaras,

overas, bayas;

pero toditas llevan,

campo tu marca.


Dime, campo tendido cara al cielo,

¿esas nubes son hijas de tu sueño?...


¡Cómo no han de llorarte las tropillas

de tus nubes tordillas

al otear, desde el cielo, esas pradera

y sentir la nostalgia de sus yerbas!


Lo que prefiero campo es tu llaneza.


Ya sé que tierra adentro eres de piedra,

como también de piedra son tus cielos,

y hasta esas pobres sombras que se hospedan

en tus valles de piedra:

pero al pensarte, campo, sólo veo,

en vez de esas quebradas minerales

donde espectros de mulas se alimentan

con las más tiernas piedras,

una inmensa llanura de silencio,

que abanican con calma, tus haciendas.


En lo alto de esas cumbres agobiantes

hallaremos laderas y peñascos,

donde yacen metales, momias de alga,

peces cristalizados;

pero jamás la extensa certidumbre

de que antes  de humillarnos para siempre,

has preferido, campo, el ascetismo

de negarte a tí mismo.


Fuiste viva presencia o fiel memoria

desde mi más remota prehistoria.


Mucho antes de intimar con los palotes

mi amistad te abrazaba en cada poste.


Chapaleando en el cielo de tus charcos

me rocé con tus ranas y tus astros.


Junto con tu recuerdo se aproxima

el relente a distancia y pasto herido

con que impregnas las botas… la fatiga.


Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido?

hasta encontrarlo dentro de uno mismo.


Siempre volvemos, campo, de tus tardes

con un lucero humeante

entre los labios.


Una tarde, en el mar, tú me llamaste,

pero en vez de tu escueta reciedumbre

pasaba ante la borda un campo equívoco

de andares voluptuosos y evasivos.


Me llamaste, otra vez, con voz de madre

y en tu silencio sólo hallé una vaca

junto a un charco de luna arrodillada;

arrodillada, campo, ante tu nada.


Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo

te me vas, despacito, para adentro

al trote corto, campo, al trotecito.


Aunque  me ignores, campo, soy tu amigo.


Entra y descansa, campo. Desensilla.

deja de ser eterna lejanía.


Cuanto más te repito y te repito

quisiera repetirte al infinito.


Nunca permitas, campo, que se agote

nuestra sed de horizonte y de galope.


Templa mis nervios, campo ilimitado,

al recio diapasón del alambrado.


Aquí mi soledad. Esta mi mano.

dondequiera que vayas te acompaño.


Si no hubieras andado siempre solo

¿todavía tendrías voz de toro?


Tu soledad, tu soledad… ¡la mía!

Un sorbo tras el otro, noche y día,

como si fuera, campo, mate amargo.


A veces soledad, otras  silencio,

pero ante todo, campo: padre nuestro.


“No eres más que una vaca —dije un día—

con millón de ubres maternales”

sin recordar —¡perdona!— que enarbolas

entre el lirico arranque de tus cuernos 

un gran nido de hornero.


“Si no tiene relieve, ni contornos.

Nada que lo limite, que lo encuadre;

allí… a las cansadas, un arroyo,

quizás una lomada…”

seguirán —¡perdonadlos!— murmurando,

aunque tu inmensa nada lo sea todo.


Comprendo, campo adusto, que sonrías

cuando sólo te habitan las espigas.


Aunque no sueñen más que en esquilmarte

e ignoren el sabor de tus raíces,

el rumbo de tus pájaros,

nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos.

Has de ser para todos campo santo.


Al verte cada vez más cultivado

olvidan que tenías piel de puma

y fuiste, hasta hace poco, campo bravo.


No te me quejes, campo desollado.

Cubierto de rasguños y de espinas

—después de acostalar entre tus cardos—

anduve yo también desamparado,

con un dolor caballo entre las costillas.


Recuerda que tus nubes se desangran

sin decir, campo macho, ni palabra.


Son tan grandes tus noches, que avergüenzan.


Si los grillos dejasen de apretarle

una sola clavija a tu silencio,

¿alcanzarías, campo, el delirante

y agudo diapasón de las estrellas?


Hasta la oscura voz de tus pantanos

da fervor  a tu sacro canto llano.


¡Qué buenos  confesores son tus sapos!


Nada logra expresar, campo nocturno,

tu inmensa soledad desamparada

como el presentimiento que ensombrece

el insomne mugir de tus manadas.


Vierte campo, sin tregua, en nuestras venas

la destilada luz de tus estrellas.


Tu santa luna, campo solitario,

convierte nuestro pecho en un hostiario.


Déjanos comulgar con tu llanura…

Danos, campo eucarístico, tu luna.


¿A qué sabrán tus pastos

cuando logre, por fin, domesticarte

y en vez de campo potro desbocado

te transformes en campo endomingado?


Como ríen tus sapos, tus maizales,

con dientes de potrillo,

del candor con que todas tus ciudades,

no bien salen del horno,

ya ostentan capiteles, frontispicios,

y arquitrabes postizos.


Sólo soportas, campo, los aleros

que aconsejan vivir como el hornero.


Te llevé de la mano

hacia aldeas y rutas patinadas

por leyendas doradas;

pero tú sonreías, campo niño,

y yo junto contigo

siempre, siempre contigo 

campo recién nacido.


Tantos viejos modales resobados

y tanta historia

con tantas mezquindades,

desde la ausencia, campo, musitaban

tus ingenuos yuyales.


¡Qué tierras sin aliento! —balbuceabas—,

Sólo produce muertos

grandes muertos insomnes y locuaces

que en vez de reposar y ser olvido

desertan de sus tumbas, vociferan,

en cada encrucijada,

en cada piedra.

Los míos, por lo menos, son modestos.

No incomodan a nadie.


Y el eco de tu voz, entre las ruinas:

“Dadle muerte a esos muertos”, repetía.


¿Dónde apoyarnos, campo?

¿Ni una piedra!

Nada que indique el rumbo de tus huellas.


Persiste, campo nada, en acercarnos

la ocasión de perdernos… o encontrarnos.


Gracias, campo, por ser tan despoblado

y limpito de muertos,

que admites arriesgar cualquier postura

sin pedirle permiso a los espectros.


Muchas gracias por crearnos una muerte

de tu mismo tamaño y tan perfecta

que no deja ni el rastro de una huella.


Y mil gracias por darnos la certeza

de galopar toda una vida

sin hallar otra muerte que la nuestra.


Con sólo descansar sobre tu suelo

ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.


—“¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?”

—“En mi perduraría tu presencia.”


Espera, campo, espera.

No me llames.

¿Por qué esa voz tan negra,

campo madre? 


—“¿Es tu silencio mar quien me reclama?”

—“Ven a dormir a orillas de mi calma.”


Tú que estás en los cielos, campo nuestro.

Ante ti se arrodilla mi silencio.p0


Oliverio Girondo (Buenos Aires, 1891- 1967) poeta y traductor.  En poesía dió a conocer:Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Persuasión de los días (1942), Campo nuestro (1946), En la masmédula (1953), Tradujo con Enrique Molina Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud.