| John Montague |
EL PORTADOR DE AGUA
Dos veces al día acarreaba agua del manantial,
por la mañana antes de ir a la escuela, y a la noche;
balanceándome como una barra entre dos baldes.
Un áspero camino de zarzas iba hasta el río,
donde uno caminaba con cuidado por las piedras cubiertas de fango,
con puntas gastadas desoladamente blancas como huesos.
En el estanque, más ancho (para lavar y el ganado)
refulgían peces diminutos cuando uno sumergía,
haciendo círculos, el balde para llenarlo con agua teñida de óxido.
El segundo balde, esmaltado, era para el agua del manantial
que, después de correr velozmente a través del campo,
llegaba borboteando por un caño de desagüe roto,
adelgazado y corroído por la herrumbre.
Corría tan pura y fría, y caía
como esposas de hielo sobre las muñecas.
Uno se quedaba allí hasta que el balde rebosaba,
inhalando el olor húmedo de las moras no recogidas,
ese pesado verdor que el agua favorecía.
Al recuperar la escena, tenía la esperanza de estilizarla
como el retrato de un portador de agua egipcio,
pero me detuvo el tenue recuerdo de una vida memorizada.
A veces voy a buscar agua allí,
no como un regreso o refugio, sino como algo puro,
una fuente viviente, mitad imaginados, mitad reales
latidos que siento en el agua ficticia.
LA TRUCHA
Acostado en la orilla separé
los juncos, para luego relajar las manos
en el agua sin agitarla
y llevarlas lentamente río abajo
hasta donde estaba, ligera como un tallo,
en su sensual sueño líquido.
Amo incorpóreo de la creación
esperé un momento desde lo alto
saboreando mi propia ausencia,
mis sentidos expandiéndose en cámara
lenta, la calma fotográfica
que crece antes de la acción.
Cuando la curva de mis manos
se balanceó bajo su cuerpo,
ella surgió, con visible placer.
Estaba tan prodigiosamente cerca
que yo podía contar cada mota
y aun así no proyectar sombra, hasta que
las dos palmas se cruzaron formando una jaula
bajo las branquias levemente palpitantes.
Luego (entrando en mi propia forma
expandida, que se movía por el agua)
la atrapé. Aún hoy puedo sentir
el sabor del terror en mis manos.
TODOS LOS OBSTÁCULOS LEGENDARIOS
Todos los obstáculos legendarios nos separaban,
la larga llanura imaginaria,
el monstruoso pliegue montañoso
y, balanceándose a través de la noche,
inundando Sacramento, San Joaquín,
la corriente siseante de la lluvia invernal.
Todo el día esperé, trasladándome
nerviosamente de la estación al bar
mientras veía pasar otro tren,
el San Francisco Chief o
el Golden Gate, con el agua chorreando
por las bridas de las grandes ruedas.
A la medianoche llegaste, pálida
bajo la lámpara del maletero negro.
Cegado por la lluvia
y la duda no pude hablar, pero
alargué mi brazo desde el andén
hasta que nuestras frías manos se encontraron.
Habías viajado durante días
con una señora vieja, que hizo
un prolijo círculo sobre el vidrio
con su guante, para mirarnos
entrar en la húmeda oscuridad
besándonos, todavía incapaces de hablar.
11 RUE DAGUERRE
De noche, a veces, cuando no puedo dormir
voy a la puerta del atelier
y huelo la tierra del jardín.
Exhala un aroma suave,
especialmente ahora, cerca de la primavera,
cuando zarcillos de verde se entrelazan
a través del humus, desesperadamente endebles
en su pasaje sobre
las oscuras, empedernidas parcelas de tierra.
Hay una luz blanca en el empedrado
y en la casa de apartamentos de enfrente –
en los cuatro pisos – silencio.
En esa quietud – suave pero luminosamente precisa,
una luz perfecta – observo que, en
las puntas del recientemente injertado cerezo
se ve un negro firme y bruñido.
REGRESO
Desde la habitación se puede mirar
en línea recta hasta el borde del bosque
con el portón de maderas cruzadas para
regresar al mundo de la infancia:
los pinos
aguardan, goteando.
Moras
trituradas, capturadas de una parrilla
de hojas color óxido, tiendas de setas
granate, tallos arrancados
con un chasquido apagado;
cuando el balde
se llena, un pájaro se lanza desde las matas
y el taco tu bota de goma aplasta
el caparazón amarillo de un caracol
que deja una mancha en el pasto
(mientras el viento trae
el olor a carroña del zorro muerto
estacado como advertencia).
Viendo a tu antiguo
yo deambular por el sendero del jardín
después, ¿te estremecerías
al reconocer
esa sensualidad,
esa inocencia?
(Versiones Patricia Ogan Rivadavia)
JOHN MONTAGUE (1929-2016) Poeta, cuentista, ensayista y recopilador de poesía irlandesa gaélica. Nació en Nueva York y regresó de niño a Irlanda viviendo en áreas rurales del Norte y asistió a la universidad en Dublin. Su poética destaca los paisajes y la herencia de una cultura rural y una preocupación por rescatar la poesía irlandesa tradicional. Vivió largos periodos en los EEUU, donde se desempeñó como profesor de literatura.