Ricardo E. Molinari (Buenos Aires, 1898-1996) |
A veces la patria duele tristemente, igual que una veste
sucia y ardida;
la juventud es lo útil,
lo entrañable ofrecido al error.
Otros son los que llevan las hierbas, el humo de la historia,
los laureles, el orgullo de las familias.
Por allí, quedará alguna madre tirando de la pobreza.
Aguaitando por una puerta.
¡Ninguna razón vale un hombre muerto!
Yo me entiendo con mis enemigos bebiendo un vino,
u oyéndoles cantar. ¡No quiero la sangre de un congénere!,
ni su pobre tierra, su ropa trabajada, ni su mujer,
que se quedan mirando tanta luna,
el gran espacio, y siempre olvido.
Los otros recibieron los campos y pusieron estacas,
los árboles espinosos, los alambres,
y marcaron las haciendas chúcaras, y los demás,
el abandono, las voces deshechas, y los perros.
Y en las salas llenas de ancianas damas que hablan
de la patria, del honor, de la gran estancia
que es la nación, arrogantes,
que nunca limpiaron una venda ni lloraron
a los degollados tirados
a un bañado, al cangrejal hambriento,
pasan la vida.
A los argentinos nos gustó la sangre,
terminar pronto y llevar los ojos al horizonte,
a la infinita sombra del ocaso,
a la limpieza de estar vivos todavía,
y apagamos la llama de los fogones con la bota,
y la flor maldita con la montura.
Y allá en Dolores, quedó la cabeza de Castelli,
volteando en el vacío,
y el viento trotaba por los cuartos perdidos,
silbando.
En la plaza de Tucumán hay una piedra
y unas letras, allí estuvo la de Marco Avellaneda,
con la noche acantilada en sus cabellos,
aturdida y sola.
Tantas veces he pensado en esto, en los días
y sombras de “Los Talas”.
En Tucumán
quise yo a una moza,
en Tucumán.
Dormidos mis ojos
la miraban,
en Tucumán.
Ya no iré nunca
más al norte,
a Tucumán.
¡Nuestra Señora
guarde de ella
en Tucumán.
Estoy sentado junto a un árbol, debajo de un cielo nítido,
y oigo en el viento, los pareceres que nadie percibe
ni apresa entre los pastos y en el polvo andado de las huellas.
Otros vendrán con sus discursos, la banalidad de la palabra,
peinaditos, percudidos o limpios, a mandarnos,
y con sus fantasmas a confundirnos,
y no habrán escuchado nunca
una guitarra sureña sobre tanto despego amargo, o visto
unos pájaros grises volando altos por la melancolía.
¡Andar a caballo!
¡Atendido unos patos gritones cruzando la cerrada y deseosa
noche de las planicies!
Unos pájaros.
¡Y a mí ya nada me importa! Dios sea para siempre alabado!
Bella Vista, invierno del 63.