Rodolfo Walsh |
Objeto de continuas reediciones, escenificada,
filmada, adaptada para la TV,
alabada por la crítica y el público en forma incondicional, unánime y
sostenida, la obra de Rodolfo Walsh aparece, desde hace más de dos décadas como
paradigma de producción consagrada. Y si bien es verdad que basta leerla una
vez para saberla merecedora de la más alta consideración, esa primera lectura
también es suficiente para advertir que algo funciona indebidamente en cuanto
al reconocimiento de los críticos y lectores. Las referencias son siempre
atentas y elogiosas pero apuntan a un solo aspecto de la producción y muy poco,
nada válido, se dice sobre otras facetas que, justamente, debieron captar
especial atención por su importancia intrínseca y su valor proyectivo.
Esta paradójica consagración nos recuerda que
Pierre Bourdieu, con mucha precisión y poca anestesia, explicó hace años cómo
se inventa un escritor y de qué forma se gestionan las canonizaciones en el
campo intelectual. En el caso que nos ocupa reconocemos una compleja operación,
desarrollada por un variado elenco y pasible de ser entendida, al mismo tiempo,
como maniobra represiva, estrategia editorial y, sobre todo, como fenómeno
vinculado con ciertas peculiaridades de nuestro inconciente cultural.
En tanto se habla de operación y represión
respecto de una figura claramente identificada con la izquierda combativa,
podría interpretarse que Walsh fue reprimido, en su vida y en su obra, del
mismo modo y por la misma causa: su militancia política. Hay, en efecto, una
relación, pero inversa a la imaginable y también paradójica. Fue la
reivindicación, no la censura, del militante caído lo que hizo posible su
segunda desaparición, como escritor.
En una entrevista realizada en 1973, Walsh se
refería al testimonio y a la denuncia como a "categorías artísticas,
por lo menos merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a
la ficción" y deseaba que "en un futuro se inviertan
los términos: que lo realmente apreciado en cuanto a arte sea la elaboración
del testimonio o del documento que, como todo el mundo sabe, admite cualquier
grado de perfección".
Probablemente no haya sido sólo por esta
declaración ni por otras similares. Tal vez alguien se tomó, además, el trabajo
de comparar las "novelas testimoniales" de Walsh con sus libros de
cuentos, y, quizá, el resultado de esa comparación le desagradó en más de un
sentido. Lo cierto es que ese alguien (plural, indistinguible ya) caracterizó
al "corpus testimonial" como un parteaguas entre "ficción"
y "no ficción" y a Walsh como a una suerte de creador de sus
precursores (Sarmiento, Hernández, Arlt) en el arte, mejor dicho, en la
artesanía de conferirle un aspecto atractivo a la escritura documental de denuncia.
Esa caracterización obtuvo un consenso inmediato y muy amplio; escritores,
críticos y profesores de literatura se abocaron a la tarea de legitimar y
argentinizar la "non-fiction" como género, a profundizar la lista de
sus cultores históricos, y, por supuesto, a definir el perfil de quien
sobresalía como catalizador de todo el proceso. El relato de los hechos.
Rodolfo Walsh: testimonio y escritura; Walsh: la reconstrucción de los hechos;
La literatura en el banquillo. Walsh y la fuerza del testimonio. He aquí
algunos títulos que críticos de prestigio pusieron a sus estudios, todos
parecidos, todos monoideativos; hasta hubo quien publicó El Facundo
de Rodolfo Walsh.
Pasaron veinte años y la clasificación genérica
sigue vigente aunque nadie, nunca, haya explicado exactamente qué viene a ser
la "no ficción" nacional. Y, a decir verdad, no había ni hay nada que
explicar porque el objetivo real de la movida no apuntaba a generar la
conceptualización de una apertura importante sino, por el contrario, a ocultarla.
Y para eso había que separar a Walsh de la literatura, convertirlo en un
artesano de lo no artístico, congelarlo en la búsqueda interminable de un
producto inexistente. El logro de ese plan nos permite ensayar una reposición
de la definición ausente: dado que todo es ficción, la historia y la crónica
incluidas, la no ficción es el vacío de escritura, es la no escritura, espacio
en el que se hizo desaparecer a Walsh.
Hay más para decir sobre la maniobra pero, por lo
pronto, volvamos a la entrevista. ¿Qué propone, concretamente, Walsh? ¿El
reconocimiento honoris causa de una categoría extraliteraria? ¿Un disfraz
bonito para esa categoría, que haga más efectiva y menos notoria la bajada de
línea? No parece. Su deseo es que "en un futuro se inviertan los términos:
que lo realmente apreciado en cuanto a arte sea la elaboración
del testimonio o del documento que, como todo el mundo sabe, admite
cualquier grado de perfección". El subrayado será nuestro pero a Walsh no
le falla la sintaxis; lo que admite (en singular) un perfeccionamiento
ilimitado es la elaboración, el trabajo artístico, no su objeto
(testimonio, documento). Por otra parte, debe prestarse atención al modalizador
y al uso del subjuntivo: "que lo realmente apreciado en
cuanto a arte sea...", es decir, que no lo era, que esa
valoración no tenía lugar aún, que se apreciaba otra cosa como arte. Se daba
por entonces el auge de los "escritores comprometidos", sólo
dispuestos a reconocer la elaboración literaria de un texto si esta servía para
sostener mejor al "mensaje". Lejos de suscribir esa actitud, Walsh se
distanciaba de ella y la condenaba; proponía, explícitamente, que se
invirtieran los términos, que se tomara al testimonio y la denuncia como
materiales básicos y se los trabajara, ilimitadamente, en el campo estético: "(...)
en el montaje, en la compaginación, en la selección, en el trabajo de
investigación -así cerraba la idea-
se abren inmensas posibilidades artísticas".
Pero tampoco serán dos o tres frases las que vengan
a conformar una evidencia. La comparación de las novelas llamadas
"documentales" (Operación masacre, Caso Satanowsky, ¿Quién mató a
Rosendo?) con los cuentos de Variaciones en rojo, Los oficios terrestres
y Un kilo de oro, sin olvidar Un oscuro día de justicia, Ese
hombre, Cuento para tahúres, ni las obras teatrales La granada y La
batalla, hace desistir de referirse a dos corpus, a dos Walsh, tan evidente
resulta que el mismo, excelente, escritor dedicó los mismos trabajos y
esfuerzos a todo lo que escribió y obtuvo análogos resultados literarios con
los cuentos, el teatro y las novelas. Las únicas diferencias, obviamente, están
dadas por el proceso de maduración del autor y por el tratamiento particular
que mereció cada texto.
Si esto es tan claro, ¿por qué se digitó la categoría
de "no ficción" para una parte de esa obra? ¿Por qué la importancia
de mantener viva la imagen del militante reprimido? Porque el talento de Walsh
y la efectividad de sus propuestas eran demasiado notorios para relativizarlos
o discutirlos. Había que fracturar, entonces, esa producción y elogiar en forma
desmedida, excluyente, el "corpus no ficticio" para que la
literariedad de ese mismo corpus, de los cuentos y del teatro quedara
eclipsada, escondida a la consideración que mereció desde el principio. La
imagen del activista asesinado por la dictadura militar, que él no buscó, por
supuesto, justificaría que de su producción se enfatizaran los elementos
relacionables con esa gesta personal, elementos que -ahí reside el factor de la
desactivación estética- no eran más que los referentes factuales, previos al
trabajo de escritura de Walsh. Contra todo lo que él había propuesto y
practicado, el testimonio y la denuncia en estado bruto pasarían a ser,
irónicamente, sus credenciales ante el público. Que Walsh merezca ser
reivindicado por su militancia política es una cosa, otra es que por haber sido
un héroe de la resistencia le estuviera vedado escribir bien y haber iniciado
una apertura cultural que todavía espera consecución.
A esta altura, con todo lo dicho, seguimos sin
explicar por qué, concretamente, la literariedad de los escritos de Walsh
molestó a muchos intelectuales y éstos debieron proceder para aliviar su
fastidio.
La manipulación de la obra de Walsh registra
antecedentes. Tal vez baste con mencionar uno, por su importancia intrínseca y
su condición analógica con el caso que tratamos.
En su momento, Roberto Arlt vio al folletín, la
crónica periodística y las "malas" traducciones como texturas básicas
que podían enriquecer a la literatura. Incorporó esos materiales -desaprobados
hasta entonces por el juicio académico y el arbitrio de los autores refinados-
a la construcción de un discurso renovador y, a la vez, consecuente con el
desarrollo de la tradición literaria (que no es más que un cruce progresivo y
productivo de circuitos). No ignoraba que el folletín, la crónica y la
traducción habían sido objetos, desde antiguo, de manejos editoriales, por eso
los sometió al extrañamiento discursivo y los hizo rendir contra las
previsiones de sus manipuladores.
Y, así, la obra de Arlt sufrió las consecuencias.
No sólo había abierto el Parnaso a los parientes pobres, se había atrevido,
además, a poner en riesgo redituables inversiones. Por eso Arlt (aunque muchos
hayan escrito para dar vuelta esa idea y destacar que pocos autores fueron más
intelectuales que él) sigue apareciendo como un antropoide o un semianalfabeto
y se lo sigue elogiando por aquello que más ironizaba en sus textos: el
vitalismo, la improvisación, el psicologismo, la escritura naturalista.
En ese sentido, la desactivación literaria de Walsh
es el resultado de otro ajuste de cuentas. Su obra molestó y molesta porque en
ella la escritura privativa de las elites se mestiza productivamente con
materiales periodísticos, pero, sobre todo, resulta preocupante a ciertos
sectores porque, de cumplirse y generalizarse, el proceso de apropiación y
reescritura del testimonio y el documento restaría hegemonía a las redes
mediáticas en cuanto al uso de esas especies. Uso que, por supuesto, no fue ni
será jamás el que Walsh practicó y recomendaba.
Si aquí terminara todo podríamos quedarnos con la
idea de que al menos, las sanciones aplicadas (a Walsh, a Arlt) supondrían la
ejecución de una justicia que, aún mafiosa, remitiría a un código vagamente
ético, pero la historia no termina así.
El tratamiento excluyente de Walsh como periodista
- investigador que, opuesto a un sistema, ventila sus miserias recónditas, no
sólo apuntó a los fines descriptos. En una jugada de doble efecto se estaba
lanzando al mercado un modelo de alta rentabilidad que era, justamente, el que
Walsh condenara. Con la aparición de las democracias virtuales, posteriores a
la dictadura militar, ese modelo demostró rápidamente su efectividad. Toda una
legión de oportunistas, ajenos totalmente a cualquier resignificación literaria
del testimonio o la denuncia, se lanzó a producir textos de supuesta
combatividad, destinados a ser vendidos como best-sellers. Baste pensar,
sin retroceder más en el tiempo, en Pizza con champán, El hombre que ríe
y otros opúsculos pretendidamente críticos del menemato y el posmenemato, que
vendieron descaradamente miles de ejemplares y a los que una proporcional
cantidad de consumidores, más que lectores, consideró como denuncias valederas
y peligrosas para la estabilidad política del sistema.
Lo peligroso -y no para el sistema- es la
ingenuidad del público; es la idea de que alguna forma de escritura puede
afectar, directamente, al poder político-económico. Deleuze y Guattari fueron
explícitos al respecto: "el capitalismo es profundamente
analfabeto". Esa condición, a la vez, lo hace inmune al discurso de
barricada y le permite disimular su inmunidad. Con esto convence a los crédulos
de que la "escritura combativa" puede hacer tambalear a las
dictaduras y obtiene una doble utilidad: desvía el descontento hacia una vía
muerta y se beneficia económicamente con la publicación de los textos
panfletarios, porque la industria editorial también es parte del capitalismo.
La patraña de la escritura comprometida, vieja como el Yo acuso y creída
por un público ansioso de reivindicaciones mesiánicas, explica tan bien como
todo lo anterior la facilidad con que se anuló a Walsh.
En el 2000, Alianza publicó Textos de y sobre
Rodolfo Walsh, un trabajo serio y, realmente, polifónico. A las abundantes
referencias bibliográficas y a la publicación de textos de Walsh inéditos u
olvidados, se unen varios estudios, debidos tanto a escritores y críticos
conocidos como a investigadores menos difundidos y, aún, a estudiantes de
nuestra literatura. No obstante toda la variedad mencionada, ese libro no
excede la pauta restrictiva, ya mencionada, impuesta a estudios más viejos. Se
habla, sí, de las influencias reconocibles en Walsh, se menciona la conexión de
su escritura con formas provenientes del periodismo y hasta se intenta el
análisis literario de algunos cuentos, pero las conclusiones son
desalentadoras: de nuevo el tema de la militancia aparece como si su sola
mención hiciera sentido, de nuevo se afirma que la literatura popular puede existir
más allá de las manipulaciones editoriales, de nuevo lo que pretende ser un
grupo de indagaciones estilísticas termina siendo un manual para desciframiento
de claves: ¿era De Moore Köenig el Coronel de Esa mujer? ¿determinó la
novela policial un acercamiento del autor a la investigación de secretos
políticos? y así. Para que no queden dudas de que lo importante es sostener la
idea de una escritura políticamente peligrosa, Jorge Lafforgue, compilador e
iniciador del proyecto que terminó en esta publicación, refiere en la
presentación que, entre los ideales sesentistas olvidados o renunciados en la
posmodernidad, uno debe ser recuperado por encima de todos: "apostar al
poder revulsivo de las letras y las artes, a sus gérmenes
movilizadores".
Aún reafirmando que Textos... se sostiene
con dignidad, entre otras especies de este tipo y reconociendo que por su
textura no es una publicación destinada "al gran público" nos sigue
quedando la sensación de que un hombre con la experiencia intelectual y
editorial de Lafforgue no puede expresar, sinceramente, en esos términos y en
1999, su idea de la conexión entre literatura y política. Hablamos antes de
ingenuidad y, en apoyo de todo lo dicho, hay que aclarar qué acepción de este
término polisémico estamos usando. En los sesenta, el crítico Peter Szondi
afirmó que lo ingenuo es lo sentimental; justamente, el lector es
ingenuo en tanto sublima aquello que desea al punto de creérselo, de imponerse
dogmáticamente la necesidad de que el deseo se convierta en anhelo y el anhelo
en posibilidad.
No es este el lugar más apto para extenderse sobre
el modo en que se maneja, aún, la axiología de nuestra educación sistemática,
sin embargo es forzoso mencionar el tema porque, ya sea que confiemos el pasado
a un puñado de seres que protagonizaron actos heroicos, ya sea que nos
manifestemos por la negatividad de esos protagonistas, salimos de la escuela
creyendo (queriendo creer) que la historia fue cosa de individuos y que, por
lógica, el presente sigue siéndolo. La noción, inteligente, importante, de
intersubjetividad nos es ajena, no nos interesa, y la razón de que así sea es
bien patética: considerar que un determinado hecho de la historia equivale a
una compleja y contradictoria concurrencia de intereses, personas y circunstancias,
y no a un solo hombre (heroico o antiheroico), es muy poco atractivo ya que
obliga a pensar, enfría las cosas y estropea cualquier intento de sublimación.
Así, de la ingenuidad que nos lleva a querer ver la realidad en forma literaria
pasamos a la contraria, a exigirle a la literatura que sea documental,
comprometida, peligrosa para el sistema. Se trate o no de un proceso
compensatorio, lo que interesa es que tanto en una postura como en la otra
dejamos imponerse a la virtualidad. Y la virtualidad es el terreno en el cual
somos manejados, manipulados, enajenados por quienes no reconocen otra
ingenuidad que la del público, ya se trate de editores como de conductores
políticos.
¿Qué se pretende con todo esto? ¿La impugnación del
"lector común" y de sus posibilidades indagatorias? ¿Se está
promoviendo, entonces, el análisis de los especialistas, tan lúcido y completo
como inmune a las añagazas del sistema? Obviamente no, pero las respuestas a
esas preguntas no son tan sencillas. En primer lugar, el lector común no
existe, excepto como integrante voluntario de una comunidad que acepta acrítica
e interesadamente las argumentaciones del poder. En segundo término, ya se ha
dicho bastante sobre el triste papel que han jugado los
"especialistas" en cuanto a rescatar lo importante de una obra
literaria. Finalmente, sumando las cuestiones, debemos reconocer, nos guste o
no, que no hemos estado hablando de casos puntuales ni recientes sino de una
antigua patología cultural que afecta a los argentinos.
La opción sublimatoria con la que editores,
críticos y lectores desactivaron a Walsh es la misma que en su momento
convalidó a Echeverría y a José Mármol por su antirrosismo antes que por sus
méritos estéticos y, por supuesto, sólo estamos eligiendo entre los muchos
eslabones de una cadena que no ha cesado de incrementarse.
Así las cosas, hay que reconocerlo, el pesimismo
resultaría una opción, al menos, tentadora, salvo por la razón de que el
escepticismo, en estos casos, resulta tan ingenuo como la aceptación incondicional.
La escritura no afecta directamente al poder pero existe una jerarquización de
niveles en el campo intelectual que puede ser alterada cada vez que una
propuesta inteligente funde los circuitos literarios o, para decirlo al modo de
Bourdieu, modifica irreversiblemente la circulación y la distribución del
capital simbólico. Las especies "incultas" no son marginales de por
sí, la industria editorial las margina para explotarlas comercialmente, con lo
cual volvemos, desde otro ángulo, a Arlt, Walsh y a todos los que no se
tragaron el anzuelo de las jerarquías genéricas y trabajaron a favor de la
integración productiva de circuitos; en favor de una cultura no excluyente. Lo
que estos autores escribieron y dijeron sigue ahí, intacto, a pesar de que hasta
ahora no se haya puesto el esfuerzo necesario para descubrirlo.
Las experiencias de integración, ya se lo dijo,
restan poder de manipulación y venta a los empresarios del negocio editorial y
para que esto redunde en una verdadera productividad es preciso que la
visibilidad del público supere la longitud promedio de la nariz. Y también es
preciso que, en otro ámbito, los escritores y críticos que actúan como
colaboracionistas ad honorem (Walsh los llamó "gansos del Capitolio")
se despierten y adviertan para quién o quiénes están trabajando realmente. No
hay mucho más que esperar.
¿Importa que Esa mujer tenga relación con la
entrevista, real, que Walsh le hizo al coronel Eugenio De Moore - Köenig?
¿Importa el cuento como uno más de los infinitos aportes a la iconografía de
Evita? De cómo se contesten esas preguntas y todas las que apunten al sentido
profundo de su creación, dependerá que Walsh pueda ser reconocido, finalmente,
como escritor, es decir, como alguien capaz de conjugar, compaginar, elementos provenientes
del imaginario popular y los mitos culturales con un proyecto de elaboración
artística personal. Esa mujer (estamos recurriendo a un texto
representativo) vale por sí mismo, por su presentación fantasmagórica del duelo
entre dos enamorados del mismo fantasma; vale por el uso poético, puesto en
abismo, de un discurso que fue periodístico y que ahora se ha vuelto lírico.
Ningún lector necesita saber quién fue Evita ni quién fue Walsh como periodista
para entenderlo y valorarlo. Tampoco necesita saber si los hechos que presentan
Operación masacre o Caso Satanowsky coinciden con los de la
historia factual: lo que atrapa e interesa es cómo está construida, en ambos
casos, la historia de una investigación. Digamos que el público inglés de fines
del XIX y los lectores norteamericanos de los pulp magazines aceptaron
con pasión a la trama policial sin preguntarse si los casos que leían habían
tenido lugar o eran inventados. Y no es casual que hablemos de relatos
policiales deductivos y negros, ya que Walsh fue un lector apasionado de ambos,
el autor de una antología genérica y, en Variaciones en rojo o Cuento
para tahures, un productor de esos textos. Esta afición, a la cual se
refirió explícitamente, muchas veces, añade otro elemento para apuntalar la
idea de una obra construída artísticamente: Roberto Ferro hace notar, en un
estudio, que Operación masacre fue reescrita cuatro veces hasta que su
arquitectura satisfizo a Walsh como la de una novela policial.
No es curioso, entonces, que todo esto que hemos tratado
constituya el tema central de Un oscuro día de justicia. Todos padecemos
el complejo e irresistible poder destructivo y alienante del celador Gielty,
todos recurrimos, para conjurarlo, a la sublimación del Tío Malcolm, héroe tan
entrañable como inocuo a la hora de proceder. Todos comprenderemos alguna vez
que estamos solos, que somos débiles y culpables, pero que de esa debilidad y
esa culpa podemos obtener la fuerza y, sobre todo, la astucia que nos sirvan
para defendernos.
En otras palabras, si deseamos que este país
resucite culturalmente, y si no ponemos todo a cuenta de un milagro, acciones
como la reconexión de Walsh al campo literario pueden ser pasos importantes,
pequeños tal vez ante la longitud del recorrido, pero animados por la esencia de
lo incontrovertible.
1-Publicado en Omero, Año V, Nº 10, Buenos Aires, junio 2003.
Daniel Fara (Buenos Aires, 1953). Ha escrito ensayos, cuentos y poemas. También
ha realizado traducciones de poetas franceses del siglo XIX.