Robert Lowell |
Sólo
doy clases los martes y leo, soy un ratón de biblioteca
en
piyamas recién salidos cada mañana del secarropa,
y
ocupo toda una casa en la “casi nunca apasionada
calle
Marlborough de la ciudad de Boston”,
donde
incluso el hombre
que
revuelve la basura en los contenedores
del
callejón trasero, tiene dos hijos, posee
una
camioneta , un ayudante
y
vota por “los republicanos”.
Yo
tengo una hija de nueve meses de edad,
suficientemente
joven para ser mi nieta.
Al
igual que el sol ella amanece en su piyamita
rosa flamenco intenso.
Estos
son los tranquilizados cincuenta, y yo ya he cumplido
los
cuarenta. ¿Debería arrepentirme de mi tiempo de siembra?
Fui
un católico O.C. en llamas e hice mi maníaca proclama,
acusando al estado y al presidente, luego
esperé en un calabozo mi sentencia, sentado al lado
de
un muchacho negro con ensortijadas hebras de marihuana
/en su cabello.
Condenado
a un año,
caminé
sobre los techos de la cárcel de la calle Oeste, un
espacio
no más largo que la cancha de fútbol de mi escuela,
y
vi el río Hudson una vez al día a
través de la ropa agitada
por
los vientos, tendida en las azoteas y de los amarronados
edificios
de departamentos, blanqueándose a la
intemperie.
En
mis caminatas discutí afiebradamente temas metafísicos
con
Abramowitz, un tipo cetrino, amarillento (“en realidad bronceado”)
un
pacifista peso mosca,
muy
vegetariano,
usaba
sandalias de soga y suela de yute
y
prefería la fruta caída.
Él
intentó convencer a Bioff y Brown,
los
proxenetas de Hollywood para que adoptaran su dieta.
Ellos,
peludos, musculares, suburbanos,
vestidos
en trajes color chocolate con sacos cruzados
se
hartaron y le dieron una paliza que lo dejó azul -negro.
Yo
estaba tan alejado del mundo que nunca
había
escuchado hablar de los Testigos de Jehová.
“¿Sos un O.C.? Le pregunté a otro preso, un pájaro de cuenta.
“No,”
me contesto, “Soy T.J.”
Él
me enseño a tender la cama como lo hacen en los hospitales,
me
señaló al Zar Lepke, miembro del Sindicato
del crimen,
quien
de espaldas y en camiseta hacía tiempo
en
la lavandería, doblando y apilando
toallas
o
caminando lentamente hacia una celda aislada
llena
de objetos prohibidos al preso común:
una
radio portátil, una cómoda, dos banderitas americanas
entrelazadas
con una palma pascual.
Fláccido,
calvo, lobotomizado,
flotaba
tímidamente, tranquilo,
en
ese territorio donde ninguna reconsideración
por agonizante que fuera
lograba
estremecer sus pensamientos,
concentrados en la silla eléctrica,
que
pendía como un oasis en su atmósfera
de
conexiones perdidas…
(Versiones
Esteban Moore – Vanesa Malrossa)