Ignacio Di Tullio |
REPUBBLICA ITALIANA
Passaporto per l´ estero
7 Genn 1950
El padre de mi padre me mira fijo desde el papel amarillento. Quiere
escapar de la fotografía. Su pasaporte dice manovale,
figli di Enrico e di Giovanna. Pondrá
manos a la obra, cruzará el océano, bajará de un barco. Con esa mirada podría
arrancar orejas con los dientes. Quiere desgarrar, fornicar, comer tierra.
Vulnerar el corazón de una nación. Un hombre capaz de comerse a otros.
¿Pero qué culpa tenía tu hijo de todo esto? ¿Por qué no puede pronunciar tu
nombre? Me contaron acerca de las trompadas en las orejas. Y ahora a mi padre
le falta oído para algunas respuestas.
En la foto de la renovación tampoco quiso hablar. Luce cansado. Viste saco
y corbata, se ha sacado el bigote. ¿Cómo será vivir en las fotografías
descargando golpes en la cabeza?
Yo debería poder decir nonno. Mi
padre, hablar de vos. Pero tiene tu nombre empozado en una mano. Y cada vez que
lográs escapar de las fotos, la cierra.
*
Recuerda
siempre al hombre
que cada
sábado te despertaba
para que
lo ayudaras con la casa.
Decía
para qué llamar a alguien
si el
único problema
que no
tiene solución
es la
muerte.
Recuerda
su cara crecida de sombra
y los
ojos achinados
por el
humo del cigarrillo.
Subía a
altillos y tejados
pero lo
esperabas al pie de la escalera
con la
caja de herramientas.
Fuiste su
instrumentista.
Odiaste a
ese cavernícola
que decía
dejá y pedía
que le
alumbraras con la linterna.
Parecía
que no enseñaba pero recuerda
cuando
arreglaba las cosas
te pedía
que lo acompañaras.
Recuerda
su
catequesis
*
Mi padre se da cuenta de la muerte
de su madre
Estaban
tus nietos, tu nuera.
Estaba tu
hijo, el que no lloraba,
y no
muchos más.
Tu
familia te había sobrevivido.
Te
miraban pasar adentro de un cajón,
el cuerpo
de la matrona más gorda del mundo,
la gran
ballena blanca
que el
calor de un horno
volvería
a convertir en polvo.
Sin
saberlo, mi padre citaba a Auden:
“Fue mi
papá, mi mamá,
mi socia, mi amiga, mi esposa”.
Después,
lo perdí de vista
hasta que
alguien me tocó el hombro.
“Andá con
él”. Y entonces
vi el
maleficio roto.
Lo vi
llorar a los gritos contra una pared.
Ese día,
mi padre
vació los
bolsillos del mundo,
desacreditó
a todos
los
señores del jurado,
con la
sentencia más lunfarda
jamás
conocida.
“La puta
madre -dijo-
todos
dicen qué lástima,
todos
hablan, pero nadie sabe
qué
cagada
que se te
muera tu vieja”.
*
Mi padre elige frutas en el mercado.
Detuvo su coche camino al trabajo
para bajar a tocarlas.
Desoye las recomendaciones del vendedor:
sus manos sabias bien educadas
prescinden de consejos
saben que se someten a una cuestión moral.
Presiona con sus yemas la piel de un durazno,
verifica la blandura de su carne.
Después pesa una pera en el hueco de su palma.
Con la otra mano envuelve una
ciruela
y se adueña del mundo.
También su padre elegía las frutas camino al trabajo.
Entraba con mi padre y sin decir palabra
sujetaba una fruta en cada mano, las pesaba
y lo educaba en el ejercicio de la duda.
Era una escolástica muda y presencial.
Las frutas maduras siempre son las más dulces:
Ahora es mi padre quien deja caer el proverbio.
No me mira al hablar. Piensa en voz alta
y espera que me agache a recogerlo
y lo elija, si quiero.
*
El
arquitecto
Los domingos al mediodía
el hombre encendía el fuego.
Sus hijos ya crecidos
tenían edad para conseguir
sus alimentos, pero el hombre
acomodaba cuidadosamente
las maderas. Medio cuerpo
adentro de la parrilla.
Poco
papel y mucha madera
las palabras brotaban del interior
de la cueva. No miraba a nadie
sólo hablaba y
dejar siempre
espacio para que entre el aire
así
respira el fuego
Así respira el fuego,
eso decía. Debajo de la parrilla
ha edificado una prolija
vivienda inflamable.
Nosotros ya conocemos
el resto de la historia:
al terminar de hablar
el hombre incendiará
palabras y casa
--el holocausto de costumbre—
y desde la mesa todos sentiremos
lástima al ver arder la bella casa.
Pero en el día del señor
esa es la ofrenda del hombre,
el precio que le pone al hambre
que él mismo inventa.
¿y si
no agarra? preguntamos.
Sonríe. La vista
clavada en su obra. Un arquitecto.
Va a
agarrar, responde.
Y enciende un fósforo.
*
Pienso en mi padre:
cuarenta años visitando la misma peluquería,
retomando las cosas, su callado ritual.
Ese hombre golpea siempre en el mismo sitio:
trabaja para tener las manos limpias,
escribe el largo poema de su reincidencia.
Otra vez, mi padre.
Confiándole su vida a un desconocido,
cortándose el pelo:
hay dos tijeras que silencian muchedumbres a cada susurro;
dos filos parecidos a dos riesgos cualquiera.
Y una inocencia reflejada en el espejo.
una inocencia de humano abatido:
casi una resignación.
También un peluquero, hace cuarenta años,
viene escribiendo el mismo poema.
Allí se marcha mi padre. Está vivo una vez más.
Cierra la puerta a espaldas de una fatiga de tijeras
y de un hombre de manos limpias que barre los cabellos
de los hombres.
cuarenta años visitando la misma peluquería,
retomando las cosas, su callado ritual.
Ese hombre golpea siempre en el mismo sitio:
trabaja para tener las manos limpias,
escribe el largo poema de su reincidencia.
Otra vez, mi padre.
Confiándole su vida a un desconocido,
cortándose el pelo:
hay dos tijeras que silencian muchedumbres a cada susurro;
dos filos parecidos a dos riesgos cualquiera.
Y una inocencia reflejada en el espejo.
una inocencia de humano abatido:
casi una resignación.
También un peluquero, hace cuarenta años,
viene escribiendo el mismo poema.
Allí se marcha mi padre. Está vivo una vez más.
Cierra la puerta a espaldas de una fatiga de tijeras
y de un hombre de manos limpias que barre los cabellos
de los hombres.
*
Después
de cenar se recuesta en su silla
y repite
el ritual. Sin sacarme los ojos de encima
los dedos
largos buscan el paquete.
Ya en su
boca, mientras habla
el
cigarrillo se mueve hacia cualquier lado,
las
palabras salen como pueden.
Después
de un rato así, lo aprieta bien
entre los
labios y acerca cigarro y boca
a la llama del encendedor.
Y en una
mismo gesto técnico
la boca
se le llena de humo
la brasa
queda ardiendo fuerte
apoya el
encendedor sobre la mesa.
Envuelve
la rodilla con una mano,
el brazo
que cuelga sostiene el asunto
entre el
índice y el pulgar.
Y cada
vez que quiera fumar, va a apoyar
casi
todos los dedos de la mano sobre el cigarrillo
y va a
repetir esa pose de galán maduro
los ojos
entrecerrados
para
evitar que les entre humo
y va a
mantenerse así
a lo
largo de toda la conversación.
Sin
moralejas. Sólo cenizas.
Las
maniobras tranquilas de mi hombre viejo
y sus dos
cigarrillos diarios.
*
Hay un plato de fideos olvidado
enfriándose sobre la mesa.
Siempre decías que era una ofensa
no comer lo que a uno le servían.
Nosotros limpiábamos los platos
en nombre de tu hambre.
Aquella noche estabas del otro lado de una puerta
en una cama de hospital
esperando que se desarrollara el trámite.
Un pulmón fuera del cuerpo te ayudaba a respirar.
Mi madre tomaba tu mano derecha
a mi padre
le había ganado el sueño.
Yo envolví tu otra mano
y me gustó pensar que aún ausente
los dedos se te cerrarían apenas.
Recordé cuando de chico me veías venir
corriendo hacia vos.
Decías mi amore: me llamabas como al amor.
Entonces noté que por primera vez en mucho tiempo
respirabas por tu cuenta
la boca abierta
como queriéndote meter
todo el aire de aquella noche.
Cerré los ojos
para buscarte en esa oscuridad
que habitan los que se van.
Me escuchaste.
Abriste un poco más la boca
y empezaste a respirar el alma hacia afuera.
Todavía hoy escucho esa música pareja y regresiva
y vuelvo a recordar que sos mi nonna.
Cuando abrí la boca, sonreías:
En el fondo te daba gracia
esa burda retórica con que van cargados
los adioses.
Mi madre bajó la mirada.
Despertá a tu padre y avisále, dijo.
Pero mi padre está tranquilo en su sillón de
acompañante.
Apenas lo toco se despierta y sonríe.
Viene de encontrarse con vos
en ese lugar oscuro y último
donde las madres despiden a sus hijos.
Afuera, algo había cambiado:
En un hospital alguien había aprendido a
respirar,
en tu casa las cosas empezaban a dejar de
pertenecerte.
*
El sudor de mi padre
Cuando yo tenía siete años, todas las mañanas
después del ejercicio, mi padre dejaba su remera colgando del perchero, secándose.
Mientras se duchaba, yo entraba a su habitación y olfateaba con curiosidad
biológica. Varias veces al día regresaba a comprobar cómo variaba el olor del
líquido seco en su ropa. No tenía la violencia del uniforme de los
desconocidos. Con el correr de las horas, la ropa de mi padre se transformaba
en el sudor seco de sus respiraciones. Mismas ropas, vueltas a sudar, cada día,
durante semanas. Otras veces, después del trabajo, en sus camisas, la calle:
los lugares donde había estado. Cuando yo tenía doce años, en la intemperie
seca en su ropa, la esencia densa y concentrada de quien él era. Mi padre, sus
jugos: no recuerdo el día exacto en el que todo el proceso se convirtió en un
solo aliento. El día de la transpiración: agua y palabras brotando de una misma
sangre.
Ignacio Di Tullio
(Villa Adelina, Buenos Aires, 1982) Poeta y ensayista. En poesía ha dado a conocer Abrazo
a la distancia (2006) y Famiglia, (2010). En ensayo publicó La música sin nombre (2013) una selección de ensayos
escritos para diversos blogs literarios