Graciela Maturo |
a Alfonso
Sola González
y Mignon Maturo
I
Bello don que muy pocos
escuchan
en el bullicio de la feria,
la música desciende de los
cielos.
Un niño vagabundea junto al
río
abrazado a un pequeño violín,
lejos, en Paraná.
Los jacarandaes azules se
deshacen
y gimen suavemente los sauces
tocados por la dulce tristeza
de existir.
Miro al niño sentado en la
barranca alta.
Grises brillan sus ojos bajo
la gorra gris
mientras sonríe apenas
persiguiendo los pasos de una
paloma esquiva.
Lentamente se yergue en su
ropa de domingo
y empieza a despedirse de las
islas doradas,
del río rumoroso,
del rito de la tarde.
Vuelve por la avenida
sombreada y es feliz
porque sus ojos han recibido
la luz
y su frente ha sido castigada,
una vez más,
por la Belleza.
El viento mueve los rubios
cabellos
del elegido
y entre las hojas húmedas
se abre paso el chistido fugaz
de los pájaros.
Sobre el Paraná majestuoso
ruedan los barcos de naranjas.
II
-De la fuente bebí,
del agua dulce y escondida
entre piedras de musgo.
Bebí y mi propia sed se
acrecentaba
en la felicidad de las hojas
recién nacidas.
(Sobre verdes colinas azuladas
cantan los linos su pasión celeste.
La bóveda del cielo se sostiene en los
campos.
Bajo el parral aguardan los amigos
para partir el pan, el poema y el vino.
Todo canta en silencio. El padre es joven
y trae su sombrero de paja y de inocencia.
La madre es bella y peina su pelo de oro
viejo.)
-Sólo yo hallé la fuente.
Sólo a ella
podré ser fiel.
Allá bebí una sed que no
sacian las uvas
con su carne de ámbar.
Allá escuché la música
victoriosa y terrible.
Oh desdichado amor, amor dichoso.
III
Ella danzaba leve sobre el
mundo.
Era la estrella, Esther,
y Beatriz, la dichosa.
Sobre la fina cintura giraba persiguiendo
la huella de la luz en el ala de un pájaro.
Danzaba en las colinas
entre los girasoles
amarillos y altos.
Danzaba en la lentísima barca
que cruzaba las islas como una sombra blanca.
Danzaba y era su cuello frágil
y erguido
como el tallo de un ánfora.
Su voz colmaba el aire de palomas azules,
sus ojos derramaban azucenas de nácar.
Danzaba por los parques,
por las sombras del día
donde aparece el ángel de la muerte.
Danzaba entre las tumbas
sobre el agua
cubierta de magnolias y pétalos celestes.
IV
Así como Leandro enamorado
cruzaba las peligrosas aguas
verdinegras
del remoto Helesponto
para alcanzar la ardiente
orilla de Hero,
riente, así venías, rodeado de
felicidad,
en esos días luminosos y
graves.
Llegabas, sí, lejano, portador
de la música,
a Santa Fe la antigua, del
balcón entornado,
amante de sus calles de viejos
paraísos,
sus conventos, sus aguas,
sus barcos enmohecidos.
Eras Leandro, hermoso como un
delfín de oro,
con tus trajes nostálgicos
y tu sombrero de otro tiempo.
Leandro que llegaba a mi
jardín,
a mi aldaba, a mi pecho, a mi
ventana.
Venías con jazmines y poemas,
con anillos de sueño y
melodía,
con libros que nos hablaban
del amor.
Venías con tu violín del alba
con ramas y pedazos de
camalote verde.
El viento movía los paraísos
en la noche naciente.
Soplaba sobre la fragilidad de
nuestras vidas,
deshacía despacio la corona de
hierbas
que Leandro tejía para su
ninfa Hero.
V
El amor fue un sol violento y descendido
a la tierra
que maduraba espigas y aromas
a su paso.
Venía como un toro de espumas por el agua
desatando el reír de las acequias
en días de vendimia.
Absortos nos miraban los niños
desde nosotros mismos
desde otros,
en patios de racimos y claveles.
Oh jazmín placentero del verano,
naranja dulcísima de invierno.
Todavía nos piensa un olivo gris
y una vieja estación con malvones aguarda.
Corolas de fuego cubrían nuestra orfandad
en calles polvorientas y dichosas.
Cantabas en las altas madrugadas.
VI
-Canto en el viento y es un
viento oscuro
el que en mi pecho canta.
Triza el aire el graznido de un pájaro que
agoniza
entre palmas caídas y abandonadas.
Dónde estás, Anabel de las colinas,
junco, jaramabo, uva dorada,
dónde estás.
El perro que amabas gime en el jardín
y en la casa danzante como un barco
sólo veo una triste marioneta
bailando un tango cruel.
Quién sostendrá la rosa, el débil fuego
de ramas húmedas y crujientes.
Quién cuidará la frágil porcelana
esparcida entre piedras grises.
Ya no pondrás tu mano sobre mi cansada
frente para decirme: Es la alta noche,
duerme.
El viejo piano ríe con su risa macabra
y se ha roto el espejo que guardaba tu
rostro.
Sobre mi puerta crece una amapola gigantesca.
VII
-Cielo lívido de vidrio,
valle seco
donde se mueve lento el
escorpión.
Ramas retorcidas y grises de
Guaymallén
sin hojas y sin pájaros.
Sólo espectros transitan por
estas soledades
donde antes habitaron las
risas y los juegos.
Todo es soledad en la tarde de
junio
en el páramo resquebrajado
donde nadie contesta.
He vuelto desde la sombra
para decirte, amor, que he
comprendido.
Busco el resto de savia
demorada
en las viejas cortezas de la
vid,
espero ese milagro del renuevo
naciente
en la negra ceniza de mis
huesos.
Sobre las ruinas de nuestra
casa
se mueve la mariposa viva de
mi alma.
Todo es serenidad, silencio,
muerte.
Hallé mi antiguo violín
roto entre escombros.
VIII
-Amor, he vuelto con la
primavera,
para hablarte en el aire
luciente de la mañana.
He querido volver a la casa
del fuego,
a la estación de los trenes
fantasmas,
al cerro de retamas y
violetas.
Desde estos ojos nuevos de mar
abierto
he vuelto para verte.
He vuelto para cantar otra vez
en el anochecer
y en las celestes madrugadas
cuando la luna barre
suavemente los cerros húmedos.
He vuelto para abrir un libro
amado
donde juntos hemos encerrado
flores vivas
que perfuman tus manos.
Para decirte que nada ha
muerto
que la música sigue colmando
los espacios
con el rugido fiel de la
belleza.
Amor, he vuelto para que
comprendas
que un amor más poderoso que
el nuestro
nos envuelve en su aliento
puro de eternidad
y nos lava del tiempo .
Escúchame amor mío,
escucha el canto nuevo.
IX
Ha cantado otra vez en la
catedral de la noche.
Cuando sólo algún pájaro
anochecido vela
cuando la luna calla
y el ángel sonríe, ciego.
Pude escuchar su canto rozando
las ventanas
y las cañas unidas de nuestra
casa.
Su voz acariciaba la cabellera
de los álamos
el laurel, las ásperas
piedras, el retamo.
Penetraba en las mansas
alcobas y besaba
la frente deshabitada del que
sueña,
la mesa, los tiernos retratos,
las cucharas.
El canto vuela lejos
sobre tumbas desiertas
donde una mano temblorosa ha
escrito
un nombre amado.
La voz se confunde ahora con
el viento,
ríe en la inmensidad de los
espacios
dibuja la arquitectura
incomprensible y bella
de una rosa.
Es un viento de esporas y
semillas
un canto de otro mundo que me
moja la frente
con la palabra viva de la
resurrección.
He escuchado la música que
baja de los cielos.
Graciela Maturo (Santa Fe, Argentina, 1928) Poeta, ensayista y
docente.