Daniel Fara |
SOLDATI
El sol desentonaba.
La tarde nos cubría
como una sotana de ortigas.
El altavoz del aire
anunciaba el regreso del hombre lobo.
Sólo las moscas y yo
nos aventurábamos
por las veredas quebradas de locura,
cuando de pronto
se desató la noche,
y la basura tramó sordos vahos
a nuestros pies.
Había que gritar
para escapar del auto acribillado,
había que recordar constantemente
los colores
a riesgo de olvidarlos para siempre.
Había que apretarse eñ corazón
al entrar a esa farmacia
donde dos manos verdes
mezclaban el azufre y el cansancio.
Había que gritar,
había que apretarse el corazón,
y, al menor descuido del enemigo,
saltar al colectivo
y repetir,
como quien se quita el polvo:
"Ya pasó, ya pasó,
no pasó nunca".
MAULLIDOS
Echabas una pezuña del diablo
en mi café
y te ibas en brisa,
riéndote del filo asesino
de mis puertas.
Eras mi clavo,
mi mordedura,
el hacha de tus uñas
me talaba día tras día.
Yo subía a un tren
con agujeros de alcohol
y le contaba a ciertos árboles
que huía de una mujer
con cabellos de horca.
Hubiera querido
dejar mensajes de plumas negras
por los asientos,
escribir socorros en las nubes,
pero tu alfiler era más fuerte
y yo volvía
a maullar mis súplicas
entre tus dientes apretados.
COSAS
Hay techos
humillados por la lluvia,
desesperadas escaleras,
patios sin triciclos.
Hay espejos miopes,
espejos efímeros
y espejos fisgones
que sudan gotas de plata
si uno se descubre en ellos.
Hay hongos que dan miedo
de puro parecerse a los paraguas,
y costumbres de madera
en las espadas más aguerridas.
Hay clavos agobiados por sus cuadros,
arados enterrados vivos
y telarañas multicolores
que se desviven
por moscas desvaídas.
Hay juguetes boca arriba,
puertas condenadas,
civiles marcapasos,
avarientos cofres,
y hay días
empedrados de huesos,
locos de huesos,
y huesos
que envolvemos en celofán
para que desde lejos
nos parezcan días.
EL ASESINO
Entra el asesino
y un signo de interrogación
engarfia los suspiros.
Los cuadros quieren
hablarle
de sus escaramuzas,
las antiguas beldades
crujen a su paso
y piden tres deseos,
pero el asesino no es de nadie
y menos de la muerte.
Sus manos de cerrajero
prefieren
los diamantes auténticos,
el oro filosofal
de nuestra sangre.
Entra el asesino,
afeitado y sonriente,
para desvelo de la conciencia
barbuda,
tiemblan de gozo
arañas y cortinas,
un vampiro reticente
se disimula en la imprenta minúscula
y espera.
A RAIZ DE UN MALENTENDIDO
(sólo para vos)
Si uno quiere
escribir un poema,
lo escribe:
en la oficina,
en la ladera de un pecho
o en la cuerda de su horca.
Y no espía
por el ojo de una estrella
para ver
si conviene o no conviene:
lo escribe
en el último renglón de la conciencia,
alumbrado por el miedo y lo imposible.
Si uno quiere
escribir un poema,
lo escribe.
Pero no lo escribe:
lo dice,
lo acaricia,
lo ametralla.
Pero no lo mide,
ni se sienta,
reclinado en las ofertas,
a calcular
si lo vive o no lo vive.
Si otro pudo
escribir ese poema,
vale más taparse los oídos,
esconder la inocencia entre las plumas
o pensar
que si otro pudo
también pueden
los que creen
no entender lo que se dice.
Y si uno quiere
escribir un poema
y lo escribe,
habrá siempre palabras,
tiempo y golondrinas,
siempre el gusto de vivir la muerte
y seguir
hasta dar con las botas
y las siete leguas
y el comienzo del poema
que si uno quiere,
sigue.