Daniel Borda |
La
pintura es temperamento, visión, atmósfera, es carácter: los secretos de la
imagen y sus movimientos, la lucidez del trazo, los fantasmas de las sombras,
los equilibrios del tono y de la luz buscando darle una condición a la belleza, ese delicado esplendor que eterniza los
instantes y los convierte en mito. La
pintura levita, irradia, sus metáforas son formas y tiempos que caminan hacia
el inconsciente para embellecer sus salones, sus recámaras. Sus elementos como
los del lenguaje escrito son metáforas visuales, son imagen en movimiento, una
sucesión poética de tiempo y espacio y
de climas que permanecen en
nosotros, que confluyen en escalofriante
armonía. Las formas conviven como criaturas de un bosque, se reúnen y dan
claridad. En la pintura hay una música
que llena nuestros oídos internos, colma nuestras carencias con sus timbres,
modulaciones y redobles, colma de armonías nuestro silencio, lo transforma. La
pintura es una sucesiva aparición, un emblemático quehacer que se recoge en la
pupila, es la sustancia sin límite que promete su fracción de infinito a la
mirada y la recrea, le entrega su paraíso perdido.
La pintura de Daniel Borda es un juego ambicioso con la naturaleza y
su magia, una búsqueda permanente de la
fantasía de los objetos, una realidad estética que permite dar protagonismo a
los detalles, a las minucias, y así crear desequilibrio, desconcierto, ironías,
ya que irrumpe con un marcado acento inspirado en temas clásicos, en tonos que
dramatizan los colores, que al mismo los
seda, los tranquiza, y del mismo modo sus trazos hacen lectura de un
surrealismo anacrónico y muy sugestivo. Las frutas que Daniel Borda
arranca a los bodegones de su
inconsciente para ponerlos en sus paisajes, o para recrear escenas atípicas en
lugares atípicos, dan muestra de su incansable sentido del humor, de una
lucidez desbordante y poco frecuente en la pintura colombiana, y más allá de
los múltiples significados, sus trabajos tienen que ver con su forma de asumir
el mundo y su propio lenguaje, la
exacerbada soledad, sus fantasmas, los muchos misterios de su infancia y esa
forma particular de tensar su asombro. Sus trabajos están muy cargados de
atmósferas que simplifican sus estados de ánimo, son las subyacentes y ejemplares cadencias de un hombre arraigado
en su talento tratando de conjugar los atributos de la imagen, de seducir cada
momento de la naturaleza que lo habita, intenta
acallar su grito. Daniel Borda
desde su torre de marfil, desde su taller, intenta darles una respuesta a esos
interrogantes que algunas veces carecen de sentido pero que lo arrastran a
buscar su esencia, su verdadero plan infinito.
Octavio Paz, considerado el mexicano del siglo xx, en su poema Objetos
y apariciones, dedicado a Joseph Cornell, escribe:
“Hexaedros de
madera y de vidrio
apenas más
grandes que una caja de zapatos.
En ellos caben la
noche y sus lámparas.”
Esa poética del
arte conceptual sirve para ver hasta donde el sueño alcanza su mayor grado de
ironía, también su mordaz sentido de la estética, logramos percibir cómo la
búsqueda interior de los objetos embellece los sentidos y le da fortaleza, los anima. Y luego, en el mismo texto cita a Edgar Degas: “Hay
que hacer un cuadro como se comete un crimen”.
Es desaforado, pero al mismo tiempo es individualmente una retórica que
sobrevive más allá de la idea. Por eso los cuadros y dibujos de Daniel Borda
sobreviven al caos que los germinan, a
esa plástica intención de abolir la realidad. Tal vez de corregirla. O quizá
más bien de entronizar la realidad en un concepto menos característico a través de otro
lenguaje. Sus impulsos pictóricos son palabras con forma y color y hablan de
otras dimensiones, sus personajes piensan y actúan en una ficción surreal, ensimismada.
La conquista |
Amanece en el
taller. Los colores tienen un alma nueva. Gravitan los tarros llenos de
lápices, llenos de óleos, llenos de silencios irracionales; gravitan la
trementina, los caballetes, las telas, los pinceles que también son escobas
para barrer en otra dimensión. La palabras que no están, podrían llegar en
cualquier momento. Aquí empieza el tiempo, aquí empieza el camino hacia los
misterios de la belleza, aquí se fabrica el asombro. La historia del arte está
hecha de espejismo, de alucinaciones que comienzan en un taller. Daniel Borda
llega de la noche, de sus oscuras geometrías, para reconocerse de nuevo en los
elementos, para iluminarse, su mente blanca bordea los abismos del color, sus
mágicas tempestades, y desde muy temprano hace de la luz un manifiesto
personal, conjura sus significados y este es su primer viaje. Tal rito se
manifiesta antes de que ocurra su obra. Yo percibo el movimiento anónimo de su
invisible tablero de ajedrez, marca la
pauta de una disciplina que lo ha ayudado a despojarse de sí mismo y de sus
duendes nocturnos, ya que en las muchas geografías interiores, en esos
territorios que habrán de ser los territorios de la mirada, el pintor siempre
sigue las huellas de un ser hilarante, misterioso, algunas veces terrible. Por
eso los dibujos, los grabados y esas
telas albergan un ojo intenso, una lente
que viaja con su lámpara por los bosques de su recalcitrante inteligencia, por
sus hondos follajes y va colmando un universo personal, una especie de
mitología privada de la imagen. Su obra es silenciosa, diáfana, es un arte
pulido con un humor delirante pero silencioso, que ha albergado un doble
carácter, porque a su vez se reconoce en los milagros de una estética personal,
pero también se juzga a través de ella y de ese mismo modo planea su romántico
exilio interior. Sin embargo, en la dialéctica del color que lo sobrevive hay
una reconocible excitación por el trabajo, una entrega, una enfermiza
inclinación a la belleza y a sus múltiples comportamientos.
Dice a sus propios fantasmas:
“Lo
maravilloso de entregar una vida a la pintura es la satisfacción de atreverse a
apostar las propias energías en una manera de vivir que a pesar de cualquier
dificultad por la que se pase en el camino, siempre se estará dispuesto a
defender la pasión y el amor que se profesan por ese oficio, donde todo vibra
con y como la luz”.
Ya que sus paisajes
están contaminados de un surrealismo visceral y esplendoroso, sus frutas
representan una metáfora del sentido común, pues bifurca la realidad, la
descompone y le hace un guiño. Hiere nuestra sensibilidad, nos interroga, quizá por la incongruencia de su
arquitectura, pero al mismo tiempo nos
reconcilia con ese otro yo que adora los sarcasmos, que boga en otra
perspectiva y baraja otros designios en pos de una búsqueda distinta, de otros
símbolos, de otra dinámica que le permita al sueño de la razón recrear sus
verdaderos espectros, explorar en la
vasta redondez de sus aguas y reflejarse.
Fantaseando |
Daniel Borda interioriza
cada trazo y baja lentamente por sus líneas hasta dar con ese rostro que lo
espera en el umbral. Su propio rostro cristalizado en una idea, en una
negación, en un símbolo distinto, y sus juegos con los instintos de las formas prosperan gracias
a que en su viaje hacia el color, hacia el abismo de un lienzo, siempre se deja penetrar por la inocencia de
sus mitos.
A lo hora de los
inventarios, se mira el espejo roto y
reflexiona:
“Creo que mi principal
motivación a la hora de pintar, o de llevar a cabo cualquier labor creativa,
es la evocación el poder revivirme en un marcado y profundo recuerdo de mi
infancia”.
En un esfuerzo anímico, y alejado de
las academias, Daniel Borda se ha inspirado en una obra que ha transgredido algunos valores
establecidos, sus formas e ideas iluminan un época en la que la naturaleza se
había quedado sola, en que los elementos necesitaban la magia de una mano que
los animara y esta emoción estética es lo que mueve su espíritu, los muchos
dilemas que embargan su espíritu y que lo agotan, pluraliza su conocimiento, lo exterioriza en
delicados matices y cadencias, donde la inteligencia de los objetos se convierte en luz y dramatizan ese momento
de haber sido tocados por tiempo. Daniel Borda tiene un acentuado lirismo en su
trazo y ese diálogo poético permanente en su pintura es lo que crea la educación sentimental de los colores, su
perpetuo amor por la apariencia y la fijación de los objetos y sus fantasmas,
por la presencia que lo conmueve o que perpetra su caos. La viva naturaleza de toda su obra es una
callada reflexión sobre el paisaje
perdido, es la búsqueda insaciable de una región inexplorada, busca sus mapas,
sus laberintos, sus guías, sus estaciones y sus bosques en cada
superficie.
En una de las orillas del camino hacia
la Historia del Arte, nos advierte:
“Para mí en el surrealismo está la
clave de la liberación existencial de nuestra realidad, o dicho de otra manera
el surrealismo nos permite jugar a escaparnos de los parámetros establecidos en
nuestros esquemas o límites… y en las frutas que pinto encuentro el secreto de
la auto perpetuación de la vida”.