Delia Pasini |
Vórtice
El
héroe de nuestros días es Arthur Gordon Pym,
mezcla
de conquistador, sabio y escritor de tratados,
instalado
en el vértigo de su Maelström. Allí constata
y
mide en su caída la velocidad y la altura del remolino,
tromba
marina o marejada, calcula mentalmente
cuánto
le falta hasta llegar al fondo del piélago, toma nota
de
la relación peso específico-velocidad-caída
y
las probables consecuencias que semejante arrastre
tendrá
para su cuerpo.
Arthur
Gordon Pym tiene sumo cuidado al construir
el
relato de su aventura, omitiendo toda conclusión apresurada.
Después
verá el resultado. En este momento, intenta sobrevivir.
Las
palabras siempre nos rescatan del abismo.
También
las brazadas y la respiración. En oídos sordos
no entran cantos de sirenas,
sólo
cardúmenes ajenos a ese precipitado descenso
carente
de armonía.
Acontecimiento
fortuito, tan casual como el encuentro de
un
paraguas y un perro en la mesa de un embalsamador.
Antes
sí hubo aserrín desparramado por el piso.
Ahora
los hombres ya no fuman acodados en las ventanas.
Tampoco
hay charcos donde reflejar el hastío de
una
abundancia con figura de vieja rufiana empenachada.
Un buen comienzo
Un
buen comienzo es el de una claraboya
que
traspasan pies alados, vistos desde abajo.
Pies
vueltos alas, astillando los vidrios
que
el sol colorea a medida que avanza el día.
Otro
buen comienzo es una lancha paralela a la costa
que
arrastra a un muchacho barrenando el agua
mientras
un caballo corre por la arena y se pierde
antes
de llegar al muelle abandonado.
De
buenos comienzos están repletos los cuentos
con
las fauces abiertas ni bien nos asomamos.
También
las novelas. “Si una noche de invierno un viajero”
es
mi comienzo favorito. Viajar siempre me sosiega.
Acaso
decir: “Los pasajeros quemaron un tren
en
la ciudad dormida” no sea un buen comienzo.
Menos
aún si hay niebla y las siluetas se entrevén borrosas.
Las
luces de neón hacen perder encanto. La basura desparramada
no
es comienzo para alegrar a nadie.
El
zorzal canta de madrugada. Ése es un buen comienzo,
mejor
si el rugido del león lo acompaña y los aviones todavía
no
han encendido los motores.
Chancho rengo
Algo
pasaba con un chancho rengo.
Bajaría
su precio en el mercado
porque
el jamón tendría peor gusto
o
no sazonaría bien por el defecto.
El
de pata negra es más caro.
Elaborar
un jamón no es apto
para
estómagos delicados.
En
realidad, ninguna matanza lo es.
“Carnear”
le dicen en el campo.
Aquí,
en la ciudad, se carnea a diario
de
muchas maneras,
pero
ninguna da para sutilezas.
De
las tres, Nini, la asmática, rodete en la nuca
y
rifle al hombro, custodiaba el campo.
Dicen
que mataba topos.
La
casona se venía abajo pero las hermanas no cejaban,
haciéndose
cargo de la memoria y el desvelo.
Tapaban
goteras, trancaban postigos y mantenían
a
raya a los intrusos. Allá pasaban los veranos.
Con
el campo arrendado, la ciudad las marchitó entre
penurias
y obligaciones, sin poder recuperarlo.
Nela,
que se encerraba a llorar en su cuarto, trabajaba
en
el hospital de niños y fastidiaba al cura de la iglesia.
Sabían
de perfumes y blanqueado de sábanas al sol;
también
de jazmines y costureros de paño lenci
bordados
a mano, regalo de cada cumpleaños en mi niñez
recibido
con la nariz fruncida.
“El
padre les compra la ropa” era el chisme familiar
susurrado
con pena. “Unas mamarrachas,
por
eso planchan en los bailes”.
La
mayor, de voz nasal y porte augusto, fue
la
primera en morir. Era profesora de francés.
Luchaba
a brazo partido por mantener
la
casa y a unos sobrinos de madre sumisa y padre mujeriego.
Nunca,
nadie, escribirá su historia.
Aquí,
sale a borbotones, con cadencia quebrada,
omitidos
los silencios y los sueños, que uno supone truncos
o
demasiado postergados.
Omitidos
los secretos con los postigos atajando el sol.
Fantasmones
de polleras ásperas y nariz inquieta
cumplían
con los preceptos y ocultaban lo inconfesable
en
medio de su deleite por conversar.
Si
a unas la vejez las tornó indecentes,
a
la otra la sumió en la locura.
En
los aniversarios tendían mesas suculentas.
Mujeres
de vientres y paladares fuertes,
la
vida las barrió sin pena ni gloria.
El
sobrino murió antes de poder restaurar la casa
que
mi madre no llegó a conocer, pese a las
prometidas
vacaciones para convalecer de una enfermedad.
Con
la valija hecha, esperó en vano.
Igual
las siguió viendo en cada cumpleaños
de regalito obligado y cueritos de chancho con
ají picante.
Paseos matinales
por la plaza
Eligieron
el árbol de grueso tronco y
follaje
espeso para sembrar su contorno
con
velas. Hay restos de comida
mezclados
con cabos de cera blanca.
El
barrendero no se anima a tocarlos;
sólo
los perros y los pájaros
disfrutan
el festín, legos en supercherías;
también
Pepona y Emily
atadas
de sus correas
Cuenta
el hombre que en primavera
arrecian
las ceremonias.
Algunas
no tan inocentes, a juzgar
por
la cabeza de una gallina encontrada al pie.
Cuenta
el hombre que rapiñó un plato,
pero
luego temió una venganza.
Un
viejo tironeado por un perro que procura
zafar
de la correa. Ocho meses sin dejarlo retozar,
por
miedo a que no le obedezca.
Lástima
su destino, sin chicos y sin juegos,
con
un dogal sometiendo tanto ímpetu
a
resignada sumisión. El talante vivaz
da
paso a la mansedumbre. Panza arriba, busca
una
caricia y nada obtiene, salvo otro tirón
y
el paseo a ritmo carcelario.
(Cantarlo
con tonada de comedia y
un
pasito de baile en medio de la siesta.)
El
perro del hortelano no tiene rabo.
No
se lo robó San Roque:
Juan,
el carbonero, se lo ha robado.
"El perro del hortelano no
tiene rabo;
el
hombre de dientes grandes se lo ha robado..."
Dientes
grandes y torcidos como collar de púas
en
un perro petiso y gordo que parece un ahorcado.
"Así
no puede degollarlo el dogo",
y
la canción se vuelve premonición de fuga.
Se
dispara la música hacia la imagen no evocada
y
con falso sonsonete irrumpe la canción.
"No
tiene rabo, no tiene rabo,
el
perro del hortelano no tiene rabo, se lo robaron,
se
lo robaron.
No
fue San Roque, fue el carbonero,
el
carbonero Juan se lo ha robado”.
La vecindad
Vinieron
por leña, en el invierno.
El
eucalipto talado sin piedad.
Tanto
humo tiene tufo a negociado.
Los
tocones se desangran en anillos.
Cincuenta
años por los maderos de San Juan.
“¡A la hoguera, a la hoguera!”
Ya
no se ganan el pan y no sufren degollina.
Miradas
taimadas, para urdir de soslayo.
Como
la de ese hombre que desmantela la casa
y
vende lo que roba. De sirviente a ladrón.
Atrapado
por el culto y los gritos del pastor
Que
salva almas y expulsa al demonio.
Biblia
en mano, rapiña por las calles,
lujuria
desbocada.
Quien
roba a un ladrón, ¿tiene cien años de perdón?
Y
ahora, en el horizonte, se cierne
otra
tormenta.
Lastima
el pudor su torso desnudo.
Amenaza
el pelo blanco y la voz gutural.
Atisbar.
No dejar que ronde.
Aquí
todo es a media voz, asordinado.
Cada
tanto, un cuerpo se balancea.
La puerta
secreta
Mario
Romero habla de una pintura ciega
y
su voz atrapa la luz de los espejos.
Habla
de imágenes sin trazos
y
la mirada accede al misterio
de
la creación del universo.
Canta
sin mencionar la música
y
un lenguaje tonal recorre la partitura de los siglos.
Sus
palabras juegan y se esconden
en
los pliegues del bullicio rompen el silencio.
Habla.
Y los sonidos lamen los oídos,
los
exalta de alegría.
Habla.
El sentido encarna en la revelación.
Caen
las máscaras.
Una
niña irrumpe desde el fondo
del
cuarto proyectado en el cristal del tiempo,
extiende
sus brazos y tomándonos de la mano
nos
precipita al jardín del paraíso.
Mater Dei
Eugenio
nombra a Gounod y se resiste a entrar
en
ese pasaje para él obsesivo. Calle con arcadas
de
piedra que dan a una escalera gris y persianas
amarillas
entreabiertas.
Cielo
azul pastel, paredes a la cal
y
una silla vacía junto a la puerta cerrada.
Algún
farol se encenderá por la noche.
La
mirada choca contra lo blanco, obligada
a
transponer el umbral. Del otro lado
quizás
haya luz o penumbras.
¿Mesa
tendida o mezquindad?
El
punto de fuga es la pared blanca.
Tal
vez se abran otros pasajes hacia el fondo.
De
este lado, la cama paralela a la ventana
que
recorta techos, mansardas y hasta un ciprés fuera de lugar.
Al
pie de la cama il fratello Fernando.
Sus brazos
sostienen
al amigo, lo arropan,
se funden con su piel y disipan todo temor
anclando
en esta orilla ese cuerpo vulnerado.
“No
debo cerrar los ojos”, dice Eugenio.
El
blanco detiene los excesos, limita y enceguece.
El
blanco es la luz del sol cayendo a pico sobre la cabeza,
los
ojos turbios, desenfocados, encandilados por el resplandor.
El
blanco es asepsia y despedida.
Las
palabras de un enfermo contienen su revelación.
Tres
parábolas del Evangelio de Lucas.
Il fratello cuenta
su predicación de ese domingo
“No
temas, pequeño rebaño, porque el Padre
de
ustedes ha querido darles el Reino.
Vendan
sus bienes y denlos como limosna.
Tejan
bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable
en el cielo, donde no se acerca el ladrón
ni
arrasa la polilla. Estén preparados, ceñidas las vestiduras
y
con las lámparas encendidas…”
Cuando
Fernando habla las palabras se vuelven
bálsamo;
miel y especias corren por el pecho,
entibian
el atardecer colándose por la ventana.
Atrás
aún vibra tintineando la lectura por Marilú Marini
del
récit de Theramène , un Racine a
domicilio.
La
dulce inteligencia no se rinde.
Veo
oleadas sobre las sábanas, empujando obstinadas.
Siento
la disolución de ese vivir en letras,
el
jadeo de una concepción esencial, persona plena.
Quedará
el altar hecho en alpaca por Blas Castaña
donde
se incrustan una piedra andina y otra del Éremo,
lo
judaico y el mundo griego, la virola de un salero
y
el latín de las inscripciones romanas. Cada detalle
una
historia, cada historia un sentido.
Constituye
un legado. Al recibirlo, aceptamos la gracia,
también
el desamparo de esta pura realidad
hecha
cuerpo enfermo, materia en descomposición,
lucidez
aferrada a conservar el pudor de las buenas maneras.
Civilizado
modo de prevalecer, de solapar la bestialidad
mediante
ese espíritu que los ingleses nombran
mind,
fundiéndolos,
así intelecto y sentimiento se preservan.
Inútil
explicar. Inútil referir que esas fotos tomadas
al
claroscuro de una tarde invernal dividen mi cara en dos
mitades,
como si salud y enfermedad se repartieran mi
lado
izquierdo y mi lado derecho en amable rivalidad.
Tenía
los ojos tristes y la barbilla temblorosa.
¿Acaso
ese domingo supo mi espíritu-mente la batalla, jamás
imaginada,
que mi propio cuerpo se aprestaba a librar?
Ardor
Fake
va por caminos linderos. Los campos
sembrados
con soja auguran un desierto en ciernes.
Lleva
una libreta en el bolsillo y el morral al hombro.
Tiene
sed. Hay una casa recortada contra los álamos.
A
lo lejos, las sierras esparcen un resplandor azulado
que
se confunde con el cielo.
Siempre
lo asombró el campo, ese territorio ajeno
donde
el ansia de espacio se le anuda en la garganta.
La
inmensidad lo sofoca. No le pertenece.
Querría
poseerla, pero sólo tiene sus piernas
cada
vez más flojas y los ojos empañados de horizonte.
Fake
se recuesta contra un poste de alambrado.
Fake
ignora los sembradíos.
Tampoco
sabe si la tierra negra ha sido arada o está en barbecho.
Mira
esos brotes verdes, parejitos y se pregunta si serán de
alfalfa,
sorgo, soja u otra planta comestible.
Sólo
puede diferenciar el maíz del girasol.
Fake
busca protegerse en algún pueblo. Ninguno cerca.
Bajo
techo se siente más seguro.
A
la intemperie el desamparo. Un sol a plomo indica el mediodía.
Llegar
parece una aventura imposible.
Alguien
buscó que el viaje le resultara penoso.
Datos
falsos lo fueron demorando; sólo el silencio a sus preguntas.
Culpa
suya conformarse. Toda sumisión se paga cara.
Mansedumbre
de postulantes a la bendición eterna.
Estampita
de catecismo arrugada en la billetera.
“Se
propagan como peste”. Una buena nota
es
un ascenso. Una buena nota de abanderado,
siempre
primero en el cuadro de honor.
Dar
la nota, le dijeron, eso debía.
Varias
Juanas de Arco en la zona.
Muchachas
en llamas y sus amantes en fuga
contando
la fábula de la salvación.
En agonía, no podían hablar.
Algunas
balbuceaban en una cama de hospital.
Médicos,
enfermeras, policías, opinando a su antojo.
La
sordidez en figura de tipos
que
lloran a moco tendido frente a un notero de televisión
“Hice
todo lo posible por salvarla”.
¿Cuánta
salvación hay enunciada en un tango?
Y
ni siquiera se muerden los labios.
Fake
se cansa fácilmente. Carga sobrepeso y un hambre feroz.
Siempre
se promete comer liviano.
Voraz,
devora cuanto le sirven y jamás se sacia.
Eso
se paga con dolor de pies y jadeos cuando quiere andar ligero.
¡Maldito
campo cubierto de zanjas, alambradas y montes de árboles
al
alcance sólo de las vacas!
¿A
quién se le ocurre caminar a esa hora?
Piensa
que le gustaría aconsejarlas.
Inmolarse
por un hombre, otro signo de sumisión.
Ningún
ideal, ni heroína ni doncella iluminada.
Pobre
ilusa enyugada a un macho que le enardece el cuerpo
hasta
hacerlo arder en la hoguera.
A
Fake le arden los pies y la frente.
Le
arden las gotas que le caen por la nariz.
Le
arde la garganta y la lengua seca.
Le
arde el pecho bajo la camisa pegajosa.
Le
arde el deseo de llegar, de tirarse en una silla,
a
la sombra, bajo un ventilador de techo,
beber
una cerveza bien helada y engullir un especial
de
salame y queso untado con manteca.
Los
médicos del hospital se contradicen:
habló-
no habló, lo acusó-lo exculpó,
más
del sesenta por ciento del cuerpo quemado
coma
inducido, respirador.
La
policía libera a los sospechosos por falta de pruebas.
Sus
abogados defensores, corte de pelo a la moda, aire sobrador,
cancherean
frente a la televisión. ¿Vieron?
Los
familiares de las víctimas piden justicia.
Organizan
una marcha, cadenas de oraciones,
una
vigilia con velas y en silencio.
Las
cámaras vulneran sus rostros transidos de dolor.
Fake
abre un diario. La Sociedad Rural
amenaza al gobierno.
Se
viene el tractorazo.
Los
de botas de cuero y sombreros tejanos se autoproclaman piqueteros.
Fake
piensa si cambiarían sus pilchas camperas
por la ropa de los sin tierra que reclaman
una parcela para sobrevivir,
la colonia inglesa por el olor a grasa.
Los
tractores, leyó, hoy se manejan por computadora.
¿Cuántas
casas baratas vale una trilladora?
Dos
de las quemadas mueren y los sojeros dejan las rutas
llorando
miserias, panzones y prósperos, frente a las cámaras.
No
se miran el ombligo porque no pueden.
Reventar
de risa, eso sí sería un buen cierre.
No,
los perros no mienten: huelen el mal, de lejos,
aunque
también su retirada.
Los giocondos
¡Ah
los giocondos!
Ingeniosos,
la poesía es materia chirle
entre
los dedos.
Blanda
y porosa como sus trastes.
Melosa
como sus plumas embreadas.
Señalan,
clasifican, otorgan.
¡Index,
index!, piden y, al mismo tiempo,
balbucean
excusas, se inventan justificaciones.
Ya
no tienen siquiera espacio para la creación.
¡Cuántos
giocondos! Giran, dan vueltas a mi alrededor.
Sonríen
satisfechos, carecen de recato. Títeres de ocasión.
¿Alguna
vez tuvieron miedo o vergüenza?
¿Conocen
la pobreza? ¿El temor por los hijos?
Los
giocondos narran de un modo prolijo
su
corrección política. ¡Ellos sí saben pensar!
Nadie
los arrea a cambio de un choripán y una gaseosa
No
saben de tetra- bric ni de calles embarradas.
Escamotean
la riqueza. Se sumergen, furtivos, en las
cajas
de seguridad donde atesoran títulos, alhajas y valores.
Vidrios
polarizados ocultan su identidad.
Así
cualquiera se siente triunfador, por encima de los demás.
Días
calmos o días tormentosos
de sol y lluvia, de calor y frío.
de abrigo e intemperie,
de frutos y sequía.
Y las vidas transcurren, sujetas a su tiempo
y a leyes de un cosmos ordenado.
“Sin voz, no hay voces”, recuerdo haber
escrito
esa noche en que la suya vino a mis oídos
para volverse universal desde un poema.
Sueños de papel, nuestras palabras.
Proyecto de inmensidad, la voz,
petrificado sonido en la distancia vuelta
flecha
que enciende el blanco y aviva el seso.
Su muerte me hace mirar la muerte en el
espejo.
Vacío donde debería estar su abrazo.
Un pozo negro reemplaza el calor de la mirada.
Los gestos se esfuman y se pierden en la
memoria.
¡Ah traidora memoria!, te han colgado de un
hilo.
La cordura impide el desborde, insinúa la
evocación.
Provocadoras sus palabras, se encabritan y
amansan.
Suma beatitud su nombre, profecía de un tiempo
indiferente a tanta sutileza.
Y esa música antes dulce hoy transida de
dolor,
y este aire ayer transparente hoy brumoso,
y mi humor antes apacible hoy rebelde,
aunque tu recuerdo sea tan benéfico como tu
corazón.
aunque el dolor se atenúe cuando quiero
recordarte.
Oleadas de dolor, marea que viene y se retira
hasta el próximo movimiento, leve o turbulento
como mi ser quebrado desde tu partida.
Un cráter en la tierra, un vacío en el aire,
torbellino ciego pone en jaque mi existencia.
Afán de consignar fechas, de volverte obra de
arte.
Al escribirte me ausento, te alejo, abandono
la realidad, me destierro en la fantasía.
Arde esa mesita en la vereda del bar
donde nos vimos por última vez
No puedo mirarla sin reconocer tu ausencia
casi palpable en la mesa junto a la ventana.
Perdida en la maraña codiciosa,
los Giocondos acechan. Paladean la
indefensión.
Ya no está el paladín que abría con la espada
un mundo en travesía, siempre alerta
al
beber, sin saciarse, en el manantial
de la palabra renovada.
Tarea de otros recomponer la historia.
Fragmentos dispersando los gestos caen,
se ensucian, ocultan y revelan.
Así la poesía. Del todo-dicho a la más oscura
nada.
La nada relumbrante sobre el carbón blanqueado
de los días en ascuas.
Demasiadas horas entre las paredes de esta
casa
más sólida que nuestras intenciones.
Casa
por siempre desterrada
a pesar del nombre que procura
sujetarnos.
Hay historias ajenas, voces extrañas,
un empecinado recorrer esos pasillos de museo
donde exhibimos objetos, circunstancias,
y ocultamos los deseos postergados.
Demasiadas horas con los postigos expuestos
a la fuerza del sol o de la lluvia
que abren grietas como arrugas de pesar
por esa culpa que siento cuando entro.
Casa sin pasos, sin bullicio, casa del miedo
suave,
esa aprensión con que acompaso un estar
improvisado.
¿Dónde está la vida, en esta casa?
Si hasta las perras parecen ausentes por
la modorra que les trae los años.
Se aleja, ya traidora, pero vuelve a sonreír
con cierta irónica condescendencia.
Ahí se va mi nombre. Perdido en el silencio,
trajinado entre ecos que aún me asombran.
¿Y dónde la ruptura de la forma?
¿Dónde esas criaturas que deberían actuar,
llamarnos con su drama, seducirnos?
¿Dónde la frescura a chorros,
trazando un derrotero sin escala?
Hago crujir la hojarasca: hay sequía
y las hojas se acolchonan en la barranca.
Las familias acampan. Extienden mesas,
se prolongan en sillas, conviven, sofocadas.
Ya no el hombre con los gatitos en venta
ni el parrillero bajo el toldo de lona.
Ya no la lancha con su estela blanca
ni la feria con las bombillas de color.
Todo se reduce a un par de ojos cansados
en el verde y en el chorro espasmódico del
agua
para regar las plantas.
El asombro, hoy, es asimilar ausencias,
darles una continuidad, impedirles que mueran.
Hay giocondos que sueñan con la
fama.
Trascender, brillar, triunfar.
Son los giocondos estelares. Poco
importa la creación,
sino sus efectos. Lucen
lustrosos, gatos de Baudelaire.
También hay giocondas. Aspiran a
ser diosas del hemisferio sur.
Me ofrecieron formar parte de tal
constelación,
pero si hubiese querido serlo me
habría puesto
un tocado de plumas de avestruz
para bajar una escalera
iluminada en un teatro de
revistas.
VIGILIA
Duermevela con ríos de palabras rumorosas
para
usar tu expresión, querido poeta del espacio;
palabras
que nombran, aluden y distancian,
como
siempre ocurre cuando se destinan a preservar
una
memoria.
Palabras-féretros contienen
palabras-alas
sueltas en medio de este páramo
en que
intentan convertir nuestra morada.
Pero ellos no permitirán que nos sequemos,
no nos
dejarán la agonía de la sed
o de la
asfixia. Ellos, los justos, moldean mis palabras
para
entregártelas, querido amigo,
esta madrugada cuando todo rezo
es utopía necesaria y necesario ruego.
Por ella y por nosotros.
Palabras con su sentido exacto,
no una conversación trivial,
porque la luz aún no llega
y esta
oscuridad es más propicia para saber qué somos
o, en definitiva, qué miedos nos hermanan.
Tanto
me han dado todos
que lo poco que doy son ellos transformados en
mí.
Tantas
sus voces, esos queridos, entrañables tonos
de semisombra y semiluz, diafanidad o
ambigüedad de trazos.
Adorables matices en sus silencios vueltos
vida.
Adorables
voces cuyos timbres resuenan con tanta nitidez
a pesar de esa confusión de gritos
propia de nuestra condición de seres vivos.
Hoy soy
sólo ellos en mi cuerpo.
Hoy,
impregnada de ellos, tengo voz para significar mi paso por la vida.
Y así
desfilan por mí en sus circunstancias donde legado hubo
porque
nada pretendían legar, salvo sus sueños.
Los
gestos se detienen, merodean, se demoran
a mi alrededor, con la carga de esa hermosa
palabra que tantos años
me
llevó aprender a transportarla.
Porque
del dolor nace la dicha y de las cenizas se renace.
Tan
esquiva esa lección, tan inasible. Dúctil y rebelde a la vez,
como el
camino.
Hay
tanta ausencia en las palmas de las manos, tanta arena
escurrida
en el reloj que inexorable cae, a intervalos regulares,
hasta
dejar un día de desgranar el tiempo en su clepsidra.
A
propósito: me horrorizan los relojes sobre el césped recortado,
esa
manera de forzar la irrupción de lo silvestre,
de cercenar con fría perfección la calidez de
lo perdido.
Sí,
paloma, allá apareces, resignada.
Ella me
dijo (y entonces fue la despedida) que quería vivir.
Dama de
noche dueña de un perfume empalagoso,
adormeces
los sentidos, los narcotizas.
Para mi
nariz, jazmines con su dulzor alimonado.
Siempre
los semitonos, los acordes en fa menor, olas lamiendo
la
orilla con su balsámico ritmo. Acompásame.
Por
ahora quiero hamacarme en sus nombres,
dejarme
mecer por esas voces materiales
y
vaporosas, hechas, ¡ay! apenas de reminiscencias.
Pero
una vez estaban. Pero una vez decían.
"Quiero
vivir" dijeron de muchos modos diferentes.
"Quiero vivir", así sintieron como
sentimos todos
cuando
aún pisamos con fuerza y nos cuesta caminar,
hundidos
en la arena.
Hoy
miré el río. Ah ese río preservado en esta orilla,
propicia
la despedida besando el sol. Va hacia el horizonte
y tiene
ansias de infinito. Por eso enorme, por eso bello y
palpable.
En la arena dejé una huella.
No, más bien un grito con esa inscripción
destinada
al
lengüetazo del agua en las tinieblas.
Ya he llorado a mis muertos en esta casa
abierta
al sol y al desengaño.
Como si
fuese un hoy prematuro recuerdo haber celebrado
un
duelo anterior, un duelo nuevo. Quedan nombres
clavados
en paredes edificadas de vacío y deseo.
Ya
están los amados nombres vueltos materia preciosa
en su
no-ser ha-sido. Ya están en mí. Soy uno de ellos.
Querido
poeta cantó cuando en su cuerpo anidaba la tristeza.
Cantó
todo su júbilo cuando el dolor lo ausentaba de esta casa.
Cantó
todo cuanto fue y jamás sería mientras la barca
remontaba
la corriente jamás atravesada.
El
piano blanco se confunde con un pentagrama en el papel.
Un
piano blanco sobre la alfombra y la clave de sol detrás del vidrio.
El
piano blanco nunca tocó una sinfonía
y los
papeles pautados amarillearon dentro de los marcos, fracasos terrenales.
¿Fueron
fracasos? Los visitantes no compraron ningún cuadro
y el
piano blanco nunca subió a los escenarios.
Pero
ahí está la escena preparada. Festín para los ojos. Pura esencia.
Resurrección
es otro ser caminando con sus perras por la playa
y
llorando sus nombres en la ausencia.
Resurrección
una falta colmada de memorias.
Resurrección
esos mínimos actos que dan sentido a los fragmentos.
Y un
día la vida terrena ya no los necesita.
Y un
día, perdido ya de todos y de siempre, alguien mira el cielo
y se
siente distinto sin saber por qué.
Como
tampoco sabe cuándo ha de ser la última vez que mire el río
o
recorra la playa con sus perras.
Irrumpe con su puro sentido designado. Guarda
el recuerdo
y
renueva el pacto de la diferencia en semejanza.
Hoy, cuando se glorifica lo efímero y todos
somos descartables
palpo
un libro de hace cincuenta años
a punto
de disgregarse entre mis dedos
y esa
imagen de alguien que fui me pertenece y a la vez me ausenta.
Viejos
amigos, los pasos fueron y vinieron,
se
aventuraron y más de una vez
desandaron
caminos pero no pudieron regresar.
Allá
esa maravillosa masa de agua. La travesía ineludible
los
aparta y los vuelve espíritus del deseo en lo infinito.
Soy de
este lugar como otros tantos. Pero no de aquellos para
quienes
la vida sólo es comercio y tráfico. A mí las voces,
los
sueños, los perfiles. A mí los soles sobre el mar rojizo
y
sinfonía de pájaros llamándose de árbol en árbol.
A mí
los gatos furtivos del amanecer y mis dedos hundidos en su pelo.
Ah la
alegría de tocar y separar texturas es la iniciación
de los
sentidos inaugurando día a día su ritual.
Aterciopelada
y áspera, elástica o rugosa,
de
todas las materias sólo me asquea la rechoncha blandura complaciente.
Discursito
banal y risita procaz de circunstancias.
No
confundir a mis amados poetas y su entrega
con un
chirle sentimentalismo Tampoco con
la
violencia militante que sólo busca protagonizar algún
ruidoso
crimen. Los míos tienen culpa y tienen arte.
Saben
de entrega y de artificio.
Partitura
enrojecida, piano blanco y poeta asomado a la ventana.
Dos
Enriques y una Inocencia ya jugados en el azar del tiempo.
Pórtico
azul, tímida melodía y con voz honda se despiden.
Aquí yo
los refugio y los libero.
Aquí yo
me vuelvo su voz y ellos mis tonos.
Y debo
agregar la mano aferrada a ese “te quiero”
dicho a
tiempo a modo de consuelo. Debo agregarte, querida amiga,
ida sin
ceremonias ni esperanza. Mucho más triste tu partida
por
convicción terrena, negadora de ámbitos celestes desde
donde
protegerlos, si te evocan.
Hojas
apelmazadas por la lluvia, resbaladizas,
no la
crocante alfombra donde pisar es goce saltarín.
Aquí
vamos por la pendiente, hacia ninguna parte.
Risas
declamatorias intentan explicar lo inexplicable.
Ostentan
ese modo de sentirse a salvo, preservados.
Delfina
siempre como ámbito velado: paraíso perdido o
jamás
alcanzado. Libros en los estantes blancos y ese olor a
ricos
géneros, extendidos sobre una mesa oscura.
Música
de blues acompasa esta tarde de lluvia
y la
búsqueda ansiosa del libro para leer en la cama.
Gambito
de a caballo,
con su
tapa rota, nunca fue devuelto. Hasta hoy puede verse
la
firma en la primera página.
Pero
todos aconsejan no mirar atrás. Todos aconsejan
apostar
al futuro. Sí, pero no hay mañana sin pasado
y este
presente doloroso es la experiencia
de una
iniciación jamás imaginada.
Por
amor, los perros se conforman con salir a horario.
Atrás
queda la playa para perseguir a las gaviotas.
Ojalá haya otro verano con
sus ritos al sol
y las caminatas hasta el arroyo. Ojalá
florezcan los jazmines y perfumen
los cuartos al anochecer.
Ojalá los brazos se extiendan para abrazar el vértigo.
Dos mujeres
Ese
gesto de alisar la bandera sobre el féretro.
¿Lo
arropa?
¿Lo
abriga?
Ese
plegar la bandera sobre la madera lustrada.
Arropándolo
Abrigándolo
Para
que el frío sea menos hiriente;
para
que la muerte no lo lacere con sus garras.
A
su lado,
dándole
calor.
Arropándolo.
Abrigándolo.
Ese
gesto de manos alisando
la
arruga de la bandera sobre el féretro.
Acunándolo.
Protegiéndolo.
Mis
manos no alcanzan sus lágrimas.
Mi
voz no llega a su espíritu hoy deshabitado.
Ya
no serán las mismas.
Deben
hundirse en el dolor para renacer de sus cenizas.
Mis
palabras quieren ser bálsamo y son agua.
Mis
brazos quieren ser amarras y son ajenos.
Nadie
puede fundirse con su ser, conjurando su pena.
Dos
mujeres velan.
Un
ataúd envuelto en la bandera argentina y
otro
cubierto de negro y oro con la estrella de David.
No
puedo contener su llanto.
No
puedo llenar su vacío.
Desapacible
la incertidumbre,
no
puedo templarla.
Desapacible
el aire a su alrededor,
no
puedo entibiarlo.
Ella
alisa con dulzura el pliegue sobre el féretro.
Acariciándolo.
Arropándolo.
No
quieren, no quieren olvidar el rostro amado.
No
pueden, no pueden dejar el camino trazado.
Dura y artera fue la Muerte, al marcar sus vidas
en la primavera..
El sol enciende el paisaje, renueva los
frutos;
el viento se lanza sobre sus mejillas y las
besa.
Delia Pasini. Nació en Buenos Aires. Poeta y traductora. En poesía ha dado a
conocer: Un decir se repite entre mujeres (1979); Los peces de ceniza (1984);
Adiós en el original (1985); Títere sin cabeza (1991); De artes y oficios
(1998) y Parábola de ciegos (2005.
Ha traducido entre otros autores en lengua
inglesa a: Lewis Carroll, Oscar Wilde, Jane Austen, Christopher Marlowe,
Robert Louis Stevenson, Charles Dickens y William Butler Yeats.