miércoles, 17 de agosto de 2022

Alberto Hernández: Adhely Rivero, La soledad como encuentro en Gente Íngrima

 

Alberto Hernández


 

1.-

Don Elieche Manro y Dionisio Pinzón podrían ser los mismos. Uno, desvelado por sus gallos, y el otro, de la ruina a la riqueza hasta que la vuelta a la miseria lo obligó a darse un tiro en la cabeza. Los dos personajes, el primero habitante del poema que Adhely Rivero ha desplegado desde la cresta de unos gallos, y el otro, devanado por Juan Rulfo en una novela corta que luego se convirtió en película. Ambos, atados a los cuerpos calientes de sus gallos vivos, de sus gallos tibios, heridos, agónicos de muerte o eternizados en un palenque imaginario, porque a fin de cuenta los gallos son recursos verbales, literarios: son la justificación para que la soledad describa la ingrimitud de un paisaje, de un interior desarraigado del alma, tan distraída como cualquier despropósito altanero que albergue una pelea entre dos emplumados y varias puñaladas entre los apostadores.

La historia de esos personajes, reales o recreados en este poemario de Rivero, son los protagonistas de un relato que se hizo poema por la manera de trazar las palabras como versos, pero que contiene la experiencia de quien escribe desde la mirada de la infancia campesina, desde su adolescencia bordeada por el viaje hacia las grandes avenidas y desde la madurez en la ciudad universitaria. 

El hombre viene del monte cargado de nombres y apellidos. Debatido entre el ir y venir de sus recuerdos. El hombre que es Adhely Rivero destaca desde ese instante en que nombra al primer personaje, desde el mismo instante en que más allá de su libro el lector puede alertar la memoria y traer a Dionisio Pinzón, el de El gallo de oro, que Rulfo inventó para congraciarse con la muerte y con la soledad de los vivos. Los muertos, tanto los gallos como los humanos, son un recuerdo desvaído, un páramo llanero donde el griterío de una gallera es un aviso, porque la Gente íngrima es la que ocupa el espacio de ese gran palenque donde la ambición y la desventura hacen su oficio.

Y así como el viaje torna quebradizo el ánimo de don Elieche, se confirmó la regla de que quedarse solo con un gallo revisa la vida de ambos. Una sola vida para toda la soledad. Y como con el personaje de El coronel no tiene quien le escriba, el de este libro de Rivero habla con su animal o lo anima a sobrevivir, a pelear con él mismo, a sacarlo del abismo de su silencio, a moverlo desde el ojo vaciado de un recuerdo en un palenque del pueblo. 

2.-

Con el sello de LetraGrande/ Colección Poesía Vicente Gerbasi, en Valencia, Venezuela, este volumen poético del autor nacido en Guadarrama,  Arismendi, estado Barinas, es un recorrido por la memoria de la soledad, por la intemperie que consiste en estar solo con la mirada de un animal al acecho, el que espuelea y picotea costados y cabeza de su adversario, mientras él también recibe puñaladas en el cuello hasta caer muerto, el uno o el otro y también sus dueños.

“Soy un viejo íngrimo y la soledad no me la repara el tiempo, / cada día me ausenta”,
es también la muerte, el no estar después del tiempo “donde los esqueletos de los animales/ rechinan del calor en los lamederos”, dice el que habla en plena pampa, en plena sabana, la misma de Pedro Páramo o la muy cercana de Doña Bárbara, pero en el tiempo de hoy, el de los actantes que usan celular y viajan en autobuses con aire acondicionado.

Ese viejo “íngrimo y solo”, como suele decirse por aquellos andurriales, suscita en el poema la idea de que es también “el gallo inocente” de Vallejo, o el de Enrique Lihn, el satírico de Quevedo, el de las palabras de Octavio Paz o los gallos de Tablada en plena gallera. Tantos son los autores que han hecho poesía con los gallos que le han aportado a la soledad patente para resistir la muerte, el olvido o la ausencia, mientras su ejemplar tiembla en sus manos o en la tierra con los últimos estertores. O triunfante con un canto en la garganta y ciego de ambos ojos. 

Y cuando se retira del oficio o cierren las galleras o por aquello de “Si prohíben las peleas de gallos, / sigo criando gallos de raza y los atiendo, / sólo para oírlos cantar”, porque la soledad no deja de tener compañía. 

3.-

“La eternidad es un silencio largo”, dice la voz y queda colgada del palenque donde alguien o algo perdió la vida, tanto humano como bestia, tanto paisaje como objeto.

“No quiero que te quedes detrás de la herencia/ aquí no crece el pensamiento”, pareciera decir el personaje al joven que veía la pelea de los gallos y era aconsejado a irse a la ciudad. 

Y entonces se oye la misma u otra voz, como una advertencia:
“La ciudad no necesita cuarteles, / si de allí vienes no entres a la ciudad, / todos los que portan armas son unos cobardes”.

El tema es una variación de la misma lucha a muerte en el palenque campesino. Ahora es la ciudad, la armada, la cuartelaría, donde los gallos usan uniformes, pero no son nada inocentes, como sí lo fue el gallo de César Vallejo. O el Gallo de la Pasión que anunció la muerte o la eternidad del crucificado.    

Y mientras todo esto se dice, esta confirmación: 
“Aquí en el pueblo lo único grande es la soledad”.

4.-

Hay muchos poemas para celebrar este libro. El titulado “Vicente está loco” forma parte de otra consagración: la de la festividad, la de perseverancia en el juego con la vida mientras la muerte es sólo un atisbo juvenil. 

He aquí estos poemas que hacen un libro para volver a todos los pasados mientras el presente nos abruma o nos alivia con la mirada bifronte de un fantasma y las espuelas invisibles de un emplumado cuya cabeza acaba de ser rociada con saliva y aguardiente.