jueves, 22 de julio de 2010

El filete porteño.

Esteban Moore, Buenos Aires.


La datación histórica del nacimiento del filete es difusa. El inicio de esta práctica, la de adornar los carros de carga, que se transformaría con el correr del tiempo en una expresión artística urbana propia de la ciudad de Buenos Aires, comenzó en algún momento, en los últimos años del siglo siglo XIX y los albores del XX.
El paso de los años le sería pródigo, convertiría este oficio, ya centenario, en uno de los símbolos de nuestra cultura ciudadana, que por su característica eminentemente decorativa y su contenido, se diferencia claramente de la tradición que en este campo se lleva a cabo en otros países.
Distintos testimonios sostienen que fue en una fábrica de carros, en la época en la que éstos se pintaban de un gris uniforme, al igual que los carros municipales, que un pintor decidió cambiar el color de uno de ellos. Esta audaz modificación fue aceptada inmediatamente por los usuarios y el público en general.
La innovación en el color de la pintura fue seguida luego por la realización de los primeros recuadros en carros y jardineras de panaderos, en los que se incluyeron filetes de distintos espesores, medidas y colores. A partir de este momento los carros ya no sólo llevarían en sus flancos inscripciones con el nombre de sus dueños o de las empresas propietarias. Entra en escena una forma artística compleja, que muestra una simetría perfecta, la acertada coordinación de los distintos elementos ornamentales, de los colores y una combinación de los claros y oscuros.
El filete más tarde se enriquecería con el agregado de los detalles de la gráfica del papel moneda argentino, de los ornamentos arquitectónicos y de la letra gótica. Estos elementos decorativos se complementaban con imágenes de flores, paisajes, aves, animales, retratos de Carlos Gardel, escenas del turf y en algunos casos reproducciones de la Virgen de Luján.







EdgardoMorales

De raíces fundamentalmente populares, este arte aplicado engalanaría, luego de la desaparición del carro, otros medios de transporte y carga más modernos como: el colectivo y el camión.
De su condición de arte aplicado pasará posteriormente al caballete, rescatado por distintos artistas, que sin duda y en un futuro cercano lo lanzarán a recorrer nuevamente las calles de Buenos Aires.



Evaristo Carriego: el alma del barrio.




Esteban Moore, Buenos Aires.












En pleno barrio de Palermo, la calle Honduras al 3700 es ancha; allí los árboles de copa crecida riegan su sombra sobre una vieja casa chorizo, erigida hacia fines del siglo XIX. En la actualidad, en esta construcción, irremediablemente rodeada por edificios con menos historia y mucha más altura, funcionan una biblioteca municipal y un pequeño museo que llevan el nombre de uno de los integrantes de la familia que la ocupó durante varios años. Su frente, en el que se advierte el paso del tiempo, y la pared medianera en la que culmina el patio interior, ostentan una serie de placas conmemorativas en las que podrá leerse el nombre de Evaristo Carriego.




El autor de Misas Herejes, nacido en 1883 en la ciudad de Paraná, en la fluvial Entre Ríos, de padre criollo y madre hija de italianos, vivió allí hasta que la tuberculosis lo abatió en 1912. En esta casa sin demasiados lujos, ubicada en la que entonces era considerada por la alta burguesía una zona periférica, remota, alejada de las magnéticas luces del centro; un sector marginal demasiado cercano al arroyo Maldonado, donde en lugar de flores brotaban puñaladas, escribió sus poemas y sus primeras colaboraciones periodísticas para La Protesta.

Allí, en la casa familiar, rodeada por terrenos baldíos en los que los inmigrantes ya comenzaban a levantar sus casitas y sus sueños, escribió los poemas de El alma del suburbio y de La canción del barrio, que con el paso del tiempo, ya transformada la aldea en metrópoli cosmopolita, simbolizarían aspectos esenciales de Buenos Aires. Estableciendo la indudable porteñidad de algunos de los temas que en la década de los 20 retomará Jorge Luis Borges: el barrio como universo; el gringo y su organito ensayando una melodiosa habanera; el truco; los orilleros; el guapo; el almacén; el café; el tango. Asuntos que indudablemente constituyen aspectos cardinales de nuestra mitología ciudadana.


Borges, comienza Cuaderno San Martín (1929), con uno de sus textos más representativos, Fundación Mítica de Buenos Aires, que podría ser considerado, no sólo un tributo a la ciudad, sino también, un homenaje a quien en un ensayo posterior (Evaristo Carriego, 1930) definiría como: “el primer espectador de nuestros barrios pobres y que para la historia de nuestra poesía, eso importa. El primero, es decir el descubridor, el inventor.”

Evaristo Carriego, como dice Borges, importa y mucho. Nos ha legado algo mucho más vasto que la invención de un barrio. Nos deja un conjunto de textos que prefiguran una de las características distintivas de la lengua que hablamos los que vivimos en los territorios de la Reina del Plata: su tono. En él presentimos con verificable nitidez, la influencia de las lenguas maternas que los inmigrantes comenzaron a entreverar en los conventillos con el castellano adoptivo del Río de la Plata, que hoy, orgulloso, muestra las marcas de origen. Extraordinario proceso de fusión que trasladado al campo musical, daría a la ciudad un género propio: el tango.

De todo esto, algo de culpa tiene el autor de El alma del suburbio, que ahora debe traducirse como el alma del barrio, que no representa otra cosa que el perdurable espíritu de Buenos Aires.