Raymond Carver (1938-1988) |
El panadero
entró al pueblo
acompañado
por cientos de jinetes,
ordenó la ejecución
del Alcalde
en la plaza pública,
luego requirió
la presencia
del Conde Vronsky
y cenaron,
mientras comían
Pancho le presentó
a su nueva novia
y al marido, el panadero
que usaba un delantal blanco,
Pancho extrajo su pistola
para que el Conde
pudiera admirarla
y quiso saber
de su triste exilio
en México,
hablaron de caballos
y mujeres
cuestiones en las
que ambos eran expertos,
la chica reía
y jugueteaba
con los botones
de madreperla
de la camisa de Pancho,
que al dar las doce
se durmió con la cabeza
apoyada en la mesa,
el panadero se persignó
nerviosamente
y abandonó el salón
descalzo
las botas en la mano,
sin mirar al Conde
sin mirar a la joven esposa,
este hombre anónimo, descalzo
humillado, que trata de salvar su vida,
este hombre
es el héroe del poema
Pequeñas habitaciones
Fue
una batalla verbal.
Las palabras
afilados proyectiles
perforaron las ventanas.
Ella
gritaba, aullaba;
encarnó al ángel
que anuncia tu fin.
El sol creció en el horizonte
iluminando las vaporosas estela
que manchaban el firmamento.
En el temprano silencio
la habitación albergó
el dolor del mundo.
Él secaba sus lagrimas
en esa habitación, que como todas
las pequeñas habitaciones de la tierra
es oscura y la luz debe
realizar esfuerzos sobrenaturales
para penetrar en su interior
e iluminarla.
Habitaciones
donde las personas
se gritan, se hieren.
Habitaciones
donde las personas
sienten penas, soledad,
la necesidad de consuelo.
Memoria
Ella apoya la mano sobre su hombro,
él se niega a escuchar sus palabras
no tiene intenciones de acompañarla,
sacude la cabeza.
Ella insiste
Acompaña a ese hombre abatido
Hasta e auto, que es un modelo grande,
Un bote, mira el monstruo metálico
Y comienza a reír.
Después
con la yema de sus dedos
le acaricia la mejilla.
Ella lo abandona con las bolsas de comida
en esa sucia playa de estacionamiento.
Él se siente disminuido, un imbécil,
que debe hacerse cargo de todas las cuentas.
Volando sobre la jungla
"Sólo tengo dos manos,"
exclamó la azafata,
bellísima. Sin mirarlo
continuó bamboleándose
entre los asientos
sosteniendo la bandeja.
Él piensa
que ésta es otro mujer
que se aleja de su vida
para siempre.
Observa a través de la ventanilla
ve luces que titilan en la noche
imagina una aldea en la jungla.
A este hombre le han sucedido
tantas y extrañas cosas en la vida
que no se sorprende cuando ella
vuelve y se acomoda en un asiento
del otro lado del pasillo
lo mira y le pregunta:
"¿Te vas a bajar en Río o en Buenos Aires?"
Una vez más esta mujer
expone la belleza de sus manos,
los pesados anillos de plata
que sostienen sus dedos; la gruesa
pulsera de oro que rodea su muñeca.
Están volando sobre el Mato Grosso
que está cubierto por una espesa bruma.
Es muy tarde.
Él continúa considerando
la plasticidad de esas manos,
admira los dedos inquietos.
Han pasado varios meses,
es difícil y complejo recordar
esos momentos.
El don de la ternura
Tarde en la noche comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé aquella tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
Regresé a ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fino que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares, vacíos.
No vimos una sola persona.
"Es como si todo estuviera de luto,"
fue tu comentario.
Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron a la Argentina,
luego a un departamento en el pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
Pero el departamento disponía
de un amplio ventanal desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta
y dejarme guiar por su luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.
Una mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contesto que estaba sin fondos.
Su mujer había viajado a México
por unos días y él no tenía dinero,
no llegaba a fin de mes.
"Está bien", le dije. "Te entiendo."
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse en mi recuerdo
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.
Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. "Yo también."
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.
(Versiones Esteban Moore)
Raymond Carver (Clatskanie, Oregon, EEUU, 1938- Port Angeles, Washington, EEUU, 1988). Clatskanie era un pequeño pueblo a orillas del río Columbia dedicado a la industria de la madera. Su padre, que trabajada en uno de los aserraderos locales afilando las hojas de las sierras, era alcohólico. Un buen narrador de historias, solía contarle acerca de sus excursiones de pesca y caza y, sobre su abuelo, un personaje que para sobrevivir durante la Guerra de Secesión combatió para ambos bandos.
La familia Carver se mudó a Yakima, estado de Washington, donde Raymond terminó sus estudios secundarios. En su juventud su material de lectura preferido fueron las novelas de Mickey Spillane y las revistas dedicadas a las actividades y deportes al aire libre.
En 1956, se casó con Maryann Burke, su novia de la secundaria, de dieciséis años de edad, quien estaba embarazada. En esos años, para sostener a su familia, Carver trabajó como empleado de limpieza, obrero en un aserradero, dependiente de farmacia y vendedor. Luego de tres años de pequeños fracasos en su ciudad natal, decide radicarse con su mujer y sus dos hijos en Paradise, California. Aquí se inscribe en un taller de escritura creativa dictado por el novelista John Gardner. Esta experiencia fue decisiva en su vida. Muchos años más tarde le confesó a Jay McInerney que durante toda su vida, mientras escribía, sentiría la presencia de Gardner, aprobando o desaprobando las palabras, frases y estrategias elegidas.
En 1963, finaliza sus estudios de literatura en la Universidad de Humbolt, California y en la de Iowa. En este período de su vida caracterizado por la estrechez económica, empleos mal pagos, la falta de tiempo para escribir y las dificultades para establecerse como escritor, el bourbon que lo acompañó durante décadas, se transforma en su único y exagerado consuelo.
En la década de los 70, ya convertido en un alcohólico de tiempo completo, sobrevive dictando talleres de escritura en distintas universidades y publica sus dos primeros libros de cuentos. En una oportunidad coordinó junto a John Cheever un taller en la Universidad de Iowa. Éste recuerda que lo único que hicieron bien ese semestre fue emborracharse. El 2 de junio de 1977 comienza a participar en reuniones de Alcohólicos Anónimos y abandona definitivamente la bebida.
En la década de los 80 varias cosas habrían de cambiar en su vida: se divorcia, forma pareja con Tess Gallagher - se casarían en Reno en 1988, dos meses antes de su muerte - y es nombrado profesor de literatura en la Universidad de Syracuse. El editor de Esquire, Gordon Lish, publica varios de sus cuentos, su círculo de lectores se expande continuamente y la crítica comienza a reconocer las virtudes de su prosa y de su poesía. Fue distinguido con el premio O.Henry; obtuvo la beca de la Fundación Guggenheim y en dos ocasiones la del National Endowment for the Arts; el premio Mildred and Harold Strauss, otorgado por la American Academy and Institute of Arts and Letters; el Premio Levinson de poesía ; la Universidad de Hartford le otorga un doctorado; recibe el Premio Brandeis de ficción e ingresa en la American Academy and Institute of Arts and Letters.
La tarea, de proporciones whitmaneanas, que se impone Carver, un hombre que revitalizó el cuento corto y el poema narrativo, es la de integrar a la tradición literaria de su país la vida y los sueños de obreros y empleados. Rescatar, expresar la voz de todos aquellos que con sus salarios mínimos o cheques de desempleo, quedaban excluidos del sueño americano propuesto por la industria del cine, la televisión y la publicidad.
Su vida asumió visos paradojales, hijo de un obrero, pobre y alcohólico, vivió la mayor parte de sus días al borde de la exclusión social, hasta que en sus últimos años, los complejos designios del destino lo transformaron en un escritor con un público devoto, admirado por sus pares y miembro de la academia. A pesar de ello, nunca olvidó sus orígenes, ni de donde provenía la materia de sus historias.
En un artículo, La libreta de notas de un narrador, publicado en el New York Times en febrero de 1981, Raymond Carver narra que él no eligió las formas breves del cuento y el poema narrativo para expresarse, los adoptó por necesidad y urgencia. Lo hizo en una época en la que durante el día se desempeñaba como dependiente en un comercio y, luego, en las primeras horas de la noche, baldeaba el salón de un restaurante y barría su playa de estacionamiento. Terminaba agotado recuerda, sólo podía escribir los sábados o domingos, siempre y cuando su mujer, que era camarera, tuviera alguno de estos días libres para hacerse cargo de los hijos. Estos géneros, que ya no abandonaría, eran los únicos que le brindaban la posibilidad de elaborar una idea y concluir el texto en una sola jornada.
Finalmente, cuando todo indicaba que el sueño de disponer de todo su tiempo para escribir sería una realidad, no logró desarrollar su primera novela. En esta ocasión fue la vida la que se lo negó, murió de cáncer de pulmón a los 50 años de edad.
En la elección de los géneros no existió la premeditación de una estrategia. En cambio sí la hubo en sus lecturas, una que no le dio demasiada importancia a las recomendaciones de la academia, ni a las modas de la época surgidas de los medios universitarios. Noticias de ella están diseminadas en la gran cantidad de entrevistas que le realizaron. En ellas asimismo se puede advertir que en el momento en que el interlocutor deseaba saber más acerca de sus lecturas y las influencias que éstas tuvieron sobre su obra, desplegaba maniobras y tácticas de ocultamiento, destinadas a manipular los datos concernientes a este aspecto de su formación y oficio.
Negó enfáticamente las influencias literarias. La única influencia que reconocía como escritor era la del propio comercio de la vida: criar los hijos, trabajar dos turnos, no tener para pagar la luz y el gas, o divorciarse. Éstas eran las cosas que según él habían modelado su escritura. No obstante y a pesar de la convicción de su negativa, traza cuidadosamente el mapa de sus lecturas y deja indicios ciertos de como éstas funcionaron en el armado de su poética.
La suya es una biblioteca que guarda tanto a cuentistas como a poetas, elegidos de acuerdo a su anhelo, el mismo que tuvo Sherwood Anderson a principios del siglo XX, transformar nuevamente su país y el habla de su gente en materia elocuente, significativa. Entre ellos se hallan narradores como Sherwood Anderson, Willian Faulkner, Ernest Hemingway; Tobias Wolff; Richard Ford, Donald Barthelme, Antón Chekhov; Flannery O'Connor; Eudora Welty y Willian Gass, y los poetas Ezra Pound, William Carlos Williams, Robert Frost, Galway Kinnell, W.S. Merwin, Ted Hughes, C.K. Williams y Robert Hass, rodeados de los nombres ineludibles de la literatura universal, y de los libros de infinidad de poetas y cuentistas jóvenes en quienes Carver decía hallar la frescura de la lengua.
Ellos compartieron con él el complejo proceso de su realización como escritor, uno que adoptó como guía una frase de Ezra Pound que copió en una ficha de 3 por 5 pulgadas y conservó siempre en su lugar de trabajo: "la precisión del enunciado es la única y verdadera moralidad de la escritura".