martes, 27 de septiembre de 2022

Leandro Lopez: “Kurt Cobain el hombre que tomó el desvío”

 

Leandro López















                                                          I

      El 20 de febrero de 1967 nació, en Aberdeen, Washington, Kurt Cobain. Ese día una llaga se encendió en la boca del infinito; el mar abierto cantó su despojo de musgo en remolinos.
      Ignoro si su destino ya estaba grabado en su primer llanto. Ignoro la primera imagen que sus ojos claros rescataron de esta vorágine sin retorno. Ignoro si un hálito azul rozó su piel virgen. Tal vez su madre, entre sonrisas selladas, lágrimas y caricias, acunó en sus brazos su inevitable orfandad. Quizá su padre, con orgullo de arrecifes, ensayó frente a él un gesto lento de mimo inexperto.
      El 20 de febrero de 1967 corrió por las calles de Aberdeen un viento mareado que desorientó las débiles luces del invierno. Una pareja de amantes se hizo raíz y tronco. Los bares, nunca postrados, juraron eternidad en el choque de vasos llenos. La canción por siempre fugitiva insinuó en el puente su hora intacta.
      Tal vez solo los subsuelos adivinaron la presencia de su futuro mártir. Quizá una baldosa resquebrajada ofició de bautismo. Quizá un charco impasible fue demasiado naufragio para su propio vaho.
      20 de febrero de 1967. Ese día la ausencia supo de su hondura, masticó una dignidad nueva, tempestad arrebolada. Había nacido Kurt Cobain.

                                                           VI

      En 1987 Kurt Cobain y su amigo y bajista, Krist Novoselic, formaron Nirvana.
      Kurt Cobain convivió con Tracy Marander. Ella inspiraría la canción “Acerca de una chica”, del primer disco de la banda.
      Los dos amigos fueron atraídos por el nuevo movimiento cultural y musical que se estaba generando en Seattle. Sin saberlo, serían su portavoz y principal exponente. ¡El grunge en ebullición!
      Noches al amparo de una mística de la marginalidad. ¡Néctar del remolino púrpura y del ensimismamiento; aullidos en ascenso, como uñas que despedazan el sexo siempre tibio de lo instituido; calles preñadas de un fuego paralelo! Noches en serie, hipnosis de baldíos atemporales. Noches de animales sin rumbo, crisálidas de la desesperación.

                                                            IX

      En 1991, con Dave Grohl en la batería, Nirvana lanzó su segundo disco, Nevermind. En este caso, la discográfica que lo editó fue Geffen.
      Nevermind. Arquitectura pulida y, sin embargo, visceral. Cimientos convulsos; montañas con símbolos grabados que solo descifran los pájaros que arden contra el atardecer. Y habitaciones llenas de baúles abiertos, tapizadas de pétalos y guijarros. Y pasillos que desembocan en el cráneo azul pálido del reloj más exacto. Y jardines con rombos luminosos que se nutren de la cera siempre inconstante de la Duda. Y árboles que protegen entre su corteza la Palabra de la que derivan todos los idiomas. Y día, y noche, y naufragio, y tanto infinito con sabor a resina quemada, a caricia prohibida.
      Nevermind. Una guitarra desequilibrada que alterna uvas maduras con garfios en torbellinos lacerantes; que cercena raíces y libera nubes púrpura. Un bajo nunca monótono que abisma, como la llaga en el beso, como el beso en el flanco más débil de la soledad. Una batería que desestabiliza, que descarga mil tridentes de oro sobre la conciencia, vuelta mar sediento de más mar, ocaso perplejo de úteros tensos. Nevermind. Rito donde la música se perpetúa como un desgarro de la vigilia y chorrea una sangre cárdena, espesa como frustraciones, como una angustia detenida en las cervicales. Cielos frecuentados por la ausencia; ofrendas con el hechizo salvaje de precipicios nuevos.
      Nevermind. Bahía de versos. Unos terribles como de sepultado vivo, otros erráticos como fuga de chacales. Nevermind. Evocación del vacío y su olor a cipreses frescos, de eclipses encadenados, de tierra fermentada. Sismos como santuarios; pirámides de bruma.
 
                                                            XII

      Y quería más de lo que podía robar.
      Agotar la luz, penetrar el útero de las sombras y su alquimia de albatros. Beber la niebla y su presagio. Derribar los cimientos que trepan hasta el vacío.
      Si los ríos confluyen en una única tempestad, si los precipicios devuelven voces inasibles, si los árboles- túnel, alba y temblor- persisten en su fe tornasolada.
      Viciar la sangre de insectos morados- belleza en espiral, abandono, génesis del azul. Parpadear en los ojos insepultos de la noche. Bendecir el fracaso y lo fugaz, los pasos extraños y el baldío, las ramas en los charcos.
      Si en el espejo se abre una condena, si no hay protección ante los atardeceres menstruales, si de nada sirve un beso perimido por el viento.
      Agotar la luz, hasta que las sombras recuperen su contorno, su olor a frutos maduros.
                                                          
                                                            XXV

      ¿Qué otra cosa debería ser? Todas las disculpas.
      El remordimiento no deja ver más allá- distorsiona hasta el delirio, sueños perforados por la angustia, callejones que confluyen en una pared donde gime un gato crucificado.
      ¿Qué crímenes inexcusables? ¿Qué perversión como una alimaña en la tráquea? ¿Qué ofensa contra la permanencia de lo real, contra el absurdo de ser y de declinar?
      La noche se abre, horadada por una lágrima de luz. Desborda en acantilados y párpados, en magma y náuseas.
      ¿Qué jardín ocre habitar? ¿Qué tiempo, garganta insondable de espuma? ¿Qué desgarro de llovizna sobre una lápida ilegible?
      La desesperanza- culto que carcome- hace girar nuevas Tablas. Y el infinito clausurado, y la falsedad subterránea, y la pincelada borracha.
      ¿Hacia qué reino lábil? ¿Hacia qué torre de crepúsculos retenidos? ¿Hacia qué tajo, desorden último de lo inefable?
      Sentir la brisa como la bocanada de lo sagrado. Y en lo sagrado su propia negación. Sentir el temblor, la deriva y su derramar.

                                                          XXVIII

      El 4 de marzo de 1994, en Roma, Kurt Cobain sufrió una sobredosis, a raíz de la ingesta de hipnóticos y champaña.
      Oye la muerte, los pasos firmes de la muerte. Sobre las calles de tu ser, sobre las viñas de tu ser, sobre la arena leve de tu ser. Oye la muerte, la vagabunda.
      Oye la muerte, la voz perenne de la muerte. En la hierba desordenada de tu ser, en la fuente de mármol de tu ser, en las nubes en reposo de tu ser. Oye la muerte, la transparente.
      Oye la muerte, el roce profundo de la muerte. Donde confluyen las cascadas de tu ser, donde abrevan las lentas bestias de tu ser, donde vacila el dios amputado de tu ser. Oye la muerte, la furtiva.
      Oye la muerte, el desgarro infinito de la muerte. Cuando arden los pájaros cautivos de tu ser, cuando se desbordan las partituras como encías sangrantes de tu ser, cuando se escalonan hacia el magno espacio los precipicios de tu ser. Oye la muerte, la desequilibrada.
      Y sin embargo regresar, como de un bautismo pagano, entre los muros descascarados de la confusión. Regresar para decir o para ocultar. Altísimo privilegio de los incoherentes, de los que adivinan en el agua constelaciones de larvas, de los que intuyen en los astros la transgresión de toda herencia.

LEANDRO LÓPEZ  (La Plata, Buenos Aires, 1978) Es profesor de Lengua y Literatura, y corrector literario. Obtuvo la Diplomatura Internacional para Correctores de Textos. Publicó Hoja de Sudestada N°288 (2000); Caídas sobre caídas (2001); Postales anacrónicas (2007); El reino paralelo (2013); Mitología de la noche (2018).